Un choque entre los socios era un escenario indeseado en la Unión Europea precisamente cuando acucia la necesidad de profundizar en la cohesión ante los retos que afronta como agente global. La consecuencia, esta vez en relación a la propuesta del Gobierno español de obtener la oficialidad para el euskera, catalán y gallego en la UE, ha sido una no decisión; un prolongar hacia adelante la jugada para no evitar lesiones en la disputa.
El ministro José Manuel Albares ha cumplido con un compromiso asumido por Pedro Sánchez ante sus socios vascos y catalanes y ante el Gobierno Vasco y el lehendakari. No es el reproche al Ministerio de Asuntos Exteriores lo que debe primar en este aspecto sino a la comodidad de varios gobiernos europeos y el tráfico de influencias entre las derechas nacionales cada vez más escoradas hacia la negación de la diversidad, con el PP a la cabeza. El argumentario esgrimido para eludir una toma de posición se cae por su propio peso en el primer análisis. Ni la solicitada claridad jurídica ni la de la financiación de la medida son sino excusas carentes de verdad.
La propuesta de Albares parte de una valoración económica elaborada por la Comisión Europea en su día en otro caso similar y contenía el compromiso de asumir su coste. En cuanto a la apelada limitación del artículo 55 del Tratado de Lisboa, revisión del 53 del Tratado de la Unión, es sencillamente falsa. El contenido del texto es expresamente abierto y la enumeración de lenguas en las que la norma europea acoge su traducción no solo no es excluyente de otras sino que, en su punto 2, asume expresamente “cualquier otra lengua que determinen los Estados miembros entre aquellas que, de conformidad con sus ordenamientos constitucionales, tengan estatuto de lengua oficial en la totalidad o en parte de su territorio”. Por tanto, solo el componente político-ideológico se interpone en la decisión, que ha sido vetada de facto por la contraprogramación del PP español con sus socios más volcados a la extrema derecha en Europa, en coincidencia con la falta de resolución del conjunto del Consejo. La misma mixtura que paraliza la agenda compartida en tantos aspectos y que amenaza la propia esencia del modelo de cooperación y resolución desde el reconocimiento de la diversidad que está en el espíritu fundacional de la UE.