Experience, de Ludovico Eunaudi. Te la pones en los auriculares para caminar junto al Sena bajo álamos y sauces altísimos. O para entrar a un museo y quedarte un minuto que se hace veinte ante una obra. Le das tiempo a que te haga preguntas y te incomode, la miras y la escuchas y te despides llevándote algo de ella. Esa experiencia te puede cambiar, como lo hacen las revelaciones, un accidente o que alguien que te conoce bien te diga qué estás haciendo mal.

Esa experiencia va a ser difícil que la vivas por ejemplo en París salvo que seas Dua Lipa y te abran el Louvre de noche, sólo para ti. París es la ciudad más visitada del mundo. Vayas donde vayas te envuelve un enjambre, una torre de Babel ambulante de la que emergen como antenas de un insecto enorme decenas de brazos con un móvil en su extremo en modo panorámica o selfie. Somos termitas.

Hago la prueba de intentar ser otra cosa cuando viajo, porque pasar de sentirse turista a viajera, no digamos ya aventurera, nos coloca en otro nivel de la escala de destrucción. Nos alivia la culpa, ese sentimiento pegajoso que no conseguimos arrancarnos cuando sabemos que somos una más en la armada de la ocupación urbana, la masificación de los lugares y la eliminación progresiva de lo que los hacía únicos. Aquella tienda de discos, el bar medio cutre con cierto encanto, los hallazgos que –creemos– hacemos cada cual. En el casco viejo de Bilbao no queda una calle sin souvenirs y airbnbs.

Somos el turista que nos satura en nuestra ciudad. Hace años que se habla de la “vergüenza de volar”. Ya sabemos lo que contamina querer estar en todas partes y cuánto modificamos otros lugares con nuestra presencia: todo se orienta al turista, suben los precios, echamos del centro a sus vecinos. Pero nos merecemos esos diez días alejados de nuestra rutina. No sé si existe ‘el buen turista’. ¿Más coche y menos avión? ¿Intercambio de pisos? ¿Buscar los reductos ‘auténticos’? ¿Alojarnos en casa de amigos que nos descubran su ciudad?