La competición impulsiva empieza en la prehistoria. Hay que luchar contra las tribus vecinas para disponer de terrenos donde desenvolverse mejor y cazar para abastecerse de comida y cuevas o lugares donde soportar mejor el frío y la calor. En esa época el hombre no tenía muchas opciones de preguntarse: ¿qué es la vida? ¿Para qué es la vida? Se sentía impulsado a vivir mecánicamente por una necesidad imperativa. Más tarde surgió la evolución de la inteligencia, hasta el punto que refleja esta frase: “una mente sana en un cuerpo sano”. ¿Y qué vemos en este presente? ¿Vemos al hombre evolucionado cultivando su mente o vemos al hombre ancestral conservando su culto excesivo a un cuerpo embrutecido y alimentando un ego de competitividad obsesiva e irracional? Cambiar el chip de la historia supone un esfuerzo personal y de grupo. Pero primero uno tiene que trabajar de manera individual. Por ejemplo, los demás no van a entender cuando les dices que todos esos esfuerzos físicos extremos del caserío ya no tienen sentido ahora.
Ha llegado la maquinaria moderna, y si queremos hacer el burro con caminatas de sesenta kilómetros montes arriba y abajo, eso no es ser inteligente. La persona inteligente primero avanza sola para después poder enseñar a los demás. Porque es lo más fácil seguir el rumbo de la inercia sobre lo físico que conocemos que realizar un esfuerzo, digamos, transversal.
El impulso inmediato de esta juventud es querer destacar en algo ante un grupo de conocidos o simpatizantes. Porque no tienen bien grabado el mensaje de ser uno mismo. Y en esa inercia no son capaces de pararse a medir el valor del desarrollo de la mente y del autocontrol de las cosas más delicadas de los humanos. Ésta es la triste realidad. ¿Cuántos ponen la atención en esta característica de la corriente humana general del presente? Y si queremos sobrevalorar las costumbres del pasado por un afán turístico y repetitivo, nos convertimos en unas puras “marionetas”.