Hace varias semanas, una adolescente de catorce años recibió una invitación por Facebook para participar en el juego de La Ballena Azul. La chica aceptó de inmediato y le fue asignado un curador o tutor online con el que mantuvo la siguiente escalofriante conversación:

-Adolescente: ¡Hola! Me gustaría jugar.

-Curador: ¿Seguro? Una vez que empieces no hay marcha atrás, no podrás abandonar el juego.

-Adolescente: ¿Y qué pasa si no lo completo?

-Curador: Tenemos todos tus datos. Iremos a por ti.

-Adolescente: Quiero jugar.

-Curador: Muy bien. Debes realizar las pruebas que te iré diciendo y tendrás que enviarme un vídeo o una foto para comprobar que has superado cada fase. Al final del juego, mueres. Y recuerda, no puedes contárselo a nadie. ¿Estás preparada?

Los desafíos que le fueron encomendados consistieron en despertarse de madrugada para ver vídeos de terror durante horas, tatuarse en el brazo una ballena con una navaja o asomarse al borde de un precipicio, entre otros. Y por fin, debía superar su último gran reto: saltar al vacío desde una gran altura. Así lo hizo, y la joven fue ingresada en el hospital con múltiples lesiones de gravedad.

El ruso Philipp Bideikin, creador de este malvado juego virtual que incita al suicidio, fue detenido en San Petersburgo y, en el interrogatorio con la Policía, declaró que creía que sus víctimas eran “basura biológica”, que estaban “felices de morir” y que él estaba “limpiando la sociedad”.

¿Qué más cosas pueden pasar para que las familias ejerzan su deber de supervisar la presencia de los más jóvenes en la red y vigilar su comportamiento? El diablo se viste de muchas formas, en este caso de ballena asesina.