Hace un rato, en esta hermosa noche del sábado, 23 de junio. Tras disfrutar de algunas consumiciones, aderezadas con jocosas conversaciones, en el ambiente festivo que procura la fiesta patronal, decido retirarme a mis aposentos. Ya tenemos una edad y hay que regular.

Veo un vehículo hermoso, y muy bien iluminado, que presenta de forma excelente sus productos. Y entre ellos destacan los churros y las porras. Me acerco con la intención de activar viejos recuerdos gustativos. Quiero disfrutar de unos churros, con cuyos sabores regresaré a épocas muy lejanas. Vendían cucuruchos de 6 o de 12 unidades, vamos media o una docena. Como se ha hecho toda la vida.

Por lo avanzado de la hora, ya pura madrugada, la responsable -una guapa mujer morena, con sonrisa suficiente para hacer hervir una olla- bostezaba -imagino por el puro cansancio de una jornada interminable-. A ella me dirijo, y le digo: ¿pueden ser tres churros? Lo solicité, no por tacaño, sino por no tener con quién compartir tan rico producto y entender que sería tirar el resto que no pudiera consumir.

La dama, con la mejor de sus sonrisas -a pesar del cansancio- me contestó: por supuesto.

Me entregó un cucurucho con los tres churros solicitados, y de regalo: otra vez, la sonrisa que funde hielos y Árticos.

Abrí mi cartera, para abonar lo solicitado y ella me dijo: no, no es nada, caballero. Camino a casa degusté cada uno de los churros, como si fueran los último de la tierra. Y no pude evitar escribir estas líneas, para poner en valor a esas personas que a pesar de vidas muy duras, nos regalan sonrisas -que derriten los Polos- y lo mejor que tienen: su cariño.

Les doy mi palabra de honor que el próximo día pediré una docena, aunque los comparta con mi soledad. Y pagaré gustoso por saber que de esa manera apoyo a que sigan existiendo morenas, o morenos que hacen churros y regalan sonrisas en noches de fiesta.