Nuestro monarca acababa de celebrar y advertir que España era de todos los españoles, incluyendo tanto a los de la España vaciada como a los de la España intermedia como a los de las grandes metrópolis; tanto a los que integraban las nacionalidades históricas como a los del resto de las autonomías.

Seguíamos instalados bajo el manto de los derechos humanos. En las democracias europeas cada Estado se comprometía a atender con criterio de igualdad y legalidad a sus ciudadanos (Seguridad Social, Educación, atención médica universal, oposiciones y exámenes a plazas del funcionariado), esforzándose en hacerles compartir el sentimiento de un destino común para que la desigualdad geográfica, sobre todo en los territorios europeos de mayor extensión y demografía, no se impusiera entre los principales factores de desestabilización.

El Premio Nobel de Economía Paul Krugman, entre otros, había incidido en esta preocupación insistiendo en que "en una economía del saber, muchas actividades rentables eligen implantarse en una gran metrópoli". Y es que desde la revolución industrial, desde el inicio de la civilización industrial, hacia 1830, todo el planeta se había volcado en la industrialización y hoy las grandes metrópolis pugnaban entre ellas en lo que constituía un nuevo destino común: 1) proyectos de regeneración urbana más relevantes, urbanismo internacional más innovador; 2) espacios skyline con las torres más altas en una vista equilibrada y armoniosa; 3) áreas de actividades económicas mejor conectadas del mundo; 4) motores de economía de cada región generando hasta cientos de miles de empleos.