os hemos acostumbrado a oír la etiqueta, hasta hace poco apenas conocida para el gran público. Denominamos así a las especies vegetales y animales colonizadoras de espacios ajenos a su hábitat natural por la actividad humana, sea o no deliberada. Pretendo hacer unas reflexiones sobre los efectos de este fenómeno en los animales, desde su calidad de entidades biológicas sintientes y, por tanto, el campo natural de la entidad a la que represento.

Coronadas por semejante cliché (invasoras), parecería una irrupción fríamente prediseñada y ejecutada con las más aviesas intenciones. Uno se imagina a loritos brasileños en reunión clandestina, ante un enorme mapa de Europa sobre la mesa, y al comandante en jefe comunicando fecha y hora de la acción (nocturna, como manda el más elemental protocolo invasivo). Los humanos se despertarían un día con sus parques poblados de ruidosas cotorritas y sus ríos con un morador extra: el visón americano. También tortuguitas de Florida y alguna que otra serpiente pitón hasta entonces solo vista por la comunidad local en documentales. Ante tal panorama, quedaría bien justificada una suerte de legítima defensa, eufemismo para eliminación a ultranza de tan intrusos seres, que desplazan a la fauna autóctona, generando el indeseable desequilibrio ecológico. Sin embargo, no es tan elemental (y sobre todo surrealista) la razón por la que aves y reptiles extranjeros moran ahora nuestro espacio y con frecuencia lo deslavazan. Somos los humanos los únicos responsables del escenario, cuyas peores consecuencias pagan siempre ellos. ¿Cuán terribles son tales consecuencias?

Sabido es que casi todo por estos lares funciona según la oferta y la demanda. Pero no necesariamente en similar proporción ni por cronología. En el caso que nos ocupa, primero fue la oferta, y luego el capricho quiso que la demanda confirmase un comercio tan lucrativo como criminal. Sin venir a cuento, y como quien compra una pelota de goma, alguien adquirió en su momento una pareja de simpáticas (¿?) tortuguitas de Florida, junto con el tristísimo terrario de plástico, dotado de una isla deprimente y una palmera lamentable. Resultado estético pésimo. Pero no tratamos aquí de estética sino de ética.

Hay dos posibilidades futuras para la pareja de quelonios: que sus cuidadores sean unos perfectos descuidados o que les ofrezcan algo (mucho) mejor que el hábitat descrito. Si es lo primero (con diferencia se lleva la palma estadística), los animalitos comenzarán a decaer más pronto que tarde en lo físico ?y también en lo anímico, eso y no otra cosa es el sufrimiento?, privados de los imprescindibles rayos solares y una alimentación adecuada, entre otros muchos factores. Como el metabolismo quelonio, que corresponde a su naturaleza, es lento, ni nos percataremos de su decaimiento hasta que la situación sea irreversible: un caparazón descalcificado y un cuerpo envejecido y enfermo. Desde una perspectiva práctica (obviando toda ética del cuidado), no compensa gastarse en visitas veterinarias 10 veces más de lo que costó el pack (tortuguita 1 + tortuguita 2 + tortuguera cutre). Con tal panorama, quizá podamos endosarle el material a un familiar despistado o a un vecino bienqueda, quienes no mejorarán una existencia ya sin solución posible. Los boletos para un final trágico de los animales son prácticamente todos: segura depauperación paulatina, frustración y hartazgo humano, quizá cubo de la basura o retrete€

Pensemos que la parejita cae en manos de alguien bastante menos indecente, que de verdad se preocupa por sus necesidades y las considera como lo que son: entidades biológicas sintientes. Las tortugas responderán sin dobleces creciendo y poniéndose hermosas. Nos percatamos entonces de que el apelativo de tortuguitas apenas resulta un burdo cebo publicitario. Las graciosas tortuguitas son ahora impresionantes tortugones que ya ni caben ?en el estricto sentido dimensional? en el terrario por separado, no digamos ya juntas. ¿Qué hacemos con ellas? Construirles una piscina ad hoc en el amplio jardín siempre es una buena idea, a menos que no tengamos jardín, ni amplio ni chico. Aparece la mala conciencia y el deseo nervioso de encontrarles un destino razonablemente digno. ¿Pero cuál? Los refugios gestionados por entidades protectoras rebosan de tortugones de Florida; en los centros de recuperación hacen limpia cada cierto tiempo; y liberarlas en el medio natural supone una condena a la captura y sacrificio sistemático por parte de la administración, ¡la misma que permite la compraventa de especies exóticas, conocedora del proceso descrito, y que luego aconseja con paternalismo acusatorio a la ciudadanía que no suelte dichos animales en la naturaleza! Elegí las tortuguitas por señalar una especie concreta, aunque fácil es deducir que la historia no cambia demasiado con cualquier otra, tenga pelo, escamas o plumas. Solo pretendo invitar a la reflexión sobre en qué medida podemos erigirnos, desde un inane desconocimiento, y desde nuestro más indeseable egoísmo antropocéntrico, en victimarios de seres inocentes, para los que nunca habrá una segunda oportunidad. En nuestras mentes está cambiar el escenario. Asociación para un Trato Ético con los Animales (ATEA)