La monarquía, por méritos propios, ha llegado a un punto crítico. Evidentemente ha sido el que aún es rey emérito, Juan Carlos I quien, con su proceder, amparado del silencio cómplice de unos medios que olvidaron el deber de cuestionar el poder con honestidad y rigor, la ha puesto en un brete. Hace lustros que se escuchan rumores, que de haberse rastreado periodísticamente, en lugar de cubrirlos con paladas de censura hipócrita, la institución no se hubiera creído impune y no soportaríamos tan bochornoso espectáculo.Cualquier institución pública debe tener los bolsillos de cristal. La transparencia debe regir sus principios. Por eso no comprendo la insistencia de persistir en el mismo error que la ha hecho entrar en crisis: la opacidad. ¿Cómo, pretendiendo regenerarse y distanciarse de su predecesor, y sosteniendo que enarbola la bandera de la transparencia, cae en idéntico proceder y continúa con el encubrimiento institucionalizado, ejemplificado en que todos los españoles nos preguntemos dónde se oculta el emérito? Somos una sociedad democrática adulta, que no debe ser tutelada ocultándole problemas sino siendo oportunamente informada. Si la monarquía quiere tener futuro, debe ser transparente y ejemplar. Cualquier desliz que se salga de esos parámetros, puede situarla al borde del abismo.