os que están en la veintena me tiene atento últimamente. Quiero entender qué les está pasando.

Primer punto. Los veo todos los días en las noticias con sus botellones, con sus fiestas clandestinas, con sus posturas negacionistas explícitas o implícitas (rechazando las medidas anticovid). Esto me viene de largo. En las primeras salidas tras el confinamiento, al acercarme a un grupo de amigos que charlaban en el parque, me daban ganas de preguntarles con sorna si eran todos convivientes. Sí, mi primera respuesta ha sido el cabreo, el reproche de insolidaridad, sobre un fondo de no poder creer lo que estaba viendo.

Segundo punto. Veo sorprendido que acuden a mi consulta personas que inician la tercera década de su vida, sus ventipocos años. Algo que no ocurría antes. Ninguno con una queja explícita de sufrir por las condiciones sociales que nos plantea el virus. Vienen por los problemas emocionales que les pudieran traer a la consulta sin la presencia del covid. No aluden a él, pero entiendo que ese es un factor desencadenante.

Pregunto a mis colegas terapeutas: coinciden en recibir a más personas de esa edad.

Pregunto a mi hija. Me dice que ya llevan dos crisis económicas encadenadas a la espalda y que eso ennegrece su visión del futuro.

Tercer punto. Trato de retroceder a mi veintena. Estudios terminados, me invade la incertidumbre acerca de si lograré construir mi propia vida de forma independiente, sin la cobertura de papá y mamá. Mi afán de demostrarme y demostrar que soy capaz de ello. Necesito saber que puedo ganar mi dinero y sostenerme a mí mismo. Una aventura difícil, sobrecogedora. Entonces no sabía de crisis económicas. Nadie decía que la vida de nuestros hijos fuera a ser económicamente peor que la nuestra.

Vuelvo a mi necesidad de estar fuera de casa con mis amigos. Con ellos pude mirar desde fuera al núcleo familiar, sentirme autónomo. Me esperaba la aventura mayor: formar mi propia familia. Para eso, necesitaba antes dar el paso intermedio del grupo de amigos. Tenía que salir a ellos cada día para no sentirme un nene con mi autoestima por los suelos.

Desde ahí ya no me parecen tan caprichosas y triviales las fiestas clandestinas de veinteañeros. Desde ahí puedo imaginar su sufrimiento en la cárcel familiar del confinamiento.

Cuarto punto. Veo en las noticias la disolución de un botellón nocturno en las calles de Santurce. Se escucha un grito: "¡asesinos!", referido a los policías que los disuelven. Pero ¡esa era otra guerra! ¿no? Sí, "hay muchas guerras, pero están en esta". A esa edad se necesita oponerse para encontrar la propia identidad. Imagino el picante placer de la trasgresión, el sentimiento de autoafirmación al hacerlo y repaso todas las veces que yo lo he hecho. Imagino la necesidad de pensar diferente, de rechazar las normas para no sentirse pequeño. La desconfianza que nos suscita un sistema con muchos agujeros. La pequeñez que sentimos al ver que nuestro destino está en manos de grandes entidades. Aquí ya he vuelto a mi edad actual. No soy tan diferente.

Punto final. Tras este recorrido, ya no me enfado tan directa y gratuitamente ante un botellón clandestino. Antes tengo que repetir los puntos que me dejan más cerca de la tercera década, de mi tercera década.

Por favor, veinteañeros, cuidadnos y cuidaos. Daos cuenta de que el mundo es vuestro.

Y vuestra vida no va a ser peor que la nuestra, ya es mejor. El pensar que "esto se termina", que la mejor de las épocas ya pasó, es cosa de viejos.

El autor es psiquiatra