Hace unos días me inquieté sobremanera al leer en el The New York Times un artículo de fondo con este enunciado, cuyas ideas más relevantes doy a conocer sumariamente, creyendo que ocasionarán en el lector comentarios de contenido ideológico como los que me han venido a la mente a lo largo de su lectura.

Al inicio del texto aparece un empresario que decide desemplear a una mujer porque le disgusta su piel; no por ser negra o femenina, pues eso sería racismo o sexismo, sino porque parece picada de viruela y le resulta desagradable. Lo cual da a entender cierto prejuicio contra lo feo, como consecuencia de algunos estudios morfológicos que atribuyen al rostro bello rasgos simétricos, por ser más fáciles de reconocer que otras facciones irregulares y, por lo tanto, antiestéticas. Así, los guapos parten con ventaja física, además de lucir unos incoherentes estereotipos que los califican con la aureola de confiables, simpáticos y competentes, mientras que a la gente fea se le asignan las etiquetas opuestas.

De ahí que el bien dotado reciba un trato de primera a menudo: es al que antes se le ofrecen entrevistas de preempleo, facilidades de alojamiento y préstamos con tarifas a bajo interés. De igual modo, a veces, las diferencias salariales recibidas por empleados de buena presencia sobrepasan las brechas de retribución entre blancos y negros, en cuya contracción, la peor librada es, precisamente, la mujer negra. ¿Por qué nos sentimos abrumados con semejantes ultrajes sociales? Para el autor es difícil oponerse a los valores culturales de ostentación y desechar la idea de que la belleza es un signo de perfección humana que juzga la obesidad como un error y sitúa al gordo en una escala social inferior, mientras que realza los sports arena, la universidad y las pantallas de los medios, en los que la beldad, la fuerza y el CI se despliegan como miembros estelares.