Resulta ingenuo creer a estas alturas que el asedio israelí sobre Gaza es una estrategia para acabar con el terrorismo. Prácticamente desde su inicio, el ejército de Netanyahu no ha cejado en su intento de masacrar a una población gazatí indefensa y desamparada, con la falsa excusa de luchar contra la subversión de Hamás.  

Primero fue el bloqueo de entrada de agua, medicinas, combustible y electricidad, decretado el 9 de octubre del pasado año; posteriormente, las bombas y los misiles sobre hospitales, viviendas, escuelas y otros lugares donde los civiles buscaban refugio, se llevaron por delante miles de vidas inocentes. 

Ahora, las inhumanas condiciones de salubridad, que los gazatíes padecen desde hace casi un año, están provocando el afloramiento de enfermedades como hepatitis, sarna, meningitis, varicela, polio y agudas diarreas. El hacinamiento de personas en las tiendas, los restos fecales en las aguas, así como la falta de medicamentos y vacunas han ido paulatinamente gestando lo que actualmente se está viviendo en la franja. 

La ONU y diversas ONGs que ahí operan lo han venido advirtiendo durante los últimos meses. 

Estas desgraciadas circunstancias refuerzan mi convencimiento de que Israel ha conseguido convertir Gaza en un campo de exterminio al estilo del holocausto nazi. József Debreczeni, al contrario que su esposa y padres, sobrevivió a los campos de exterminio nazis, primero a Auschwitz y después a Dörnhau.

 En su obra testimonial, Crematorio frío, explica en primera persona las penurias que él y sus compañeros tuvieron que vivir en su reclusión en los campos de la muerte de Hitler. En un momento de su testimonio narra cómo en Dörnhau la tuberculosis, las fuertes diarreas y especialmente el tifus, acabaron con la vida de cientos de famélicos prisioneros. 

El propio Debreczeni salió victorioso de su enfrentamiento con el tifus. Si el paralelismo entre ambos hechos es innegable, la desesperanza por lo que ocurre y la respuesta del mundo ante ello son absolutamente decepcionantes.