El Servicio Jesuita a Refugiados tiene sus raíces en una realidad sagrada: cada persona, cada refugiado tiene el aliento de Dios, está hecho a su imagen, y cada uno merece ser tratado como el ser humano que es. El trabajo con los refugiados no es una mera cuestión de amor, también es una cuestión de justicia, y a todos se nos apremia no sólo a que hablemos del amor de Cristo y de la justicia, sino a que actuemos para que sean una realidad.

Los refugiados son un signo visible de la amplia injusticia global y de las violaciones de los derechos humanos. Por esta razón debemos luchar para reparar el equilibrio, poniendo siempre en cuestión las actitudes y estructuras vigentes, en especial las que discriminan a los pobres y oprimidos.

Cualquier intento de describir una espiritualidad compartida con los refugiados sería incompleta si no hiciéramos referencia a la rica tradición de las escrituras sobre el exilio. En la Biblia, la nación elegida de Dios quiso seguirle mientras se enfrentaba al hambre.