Los últimos datos sobre la percepción de la corrupción muestran más que cifras preocupantes: revelan el estado de nuestra civilización. ¿Hemos llegado al límite? ¿Hemos agotado los valores que sostienen la dignidad humana? Mientras algunos luchan cada día por mantener viva la justicia y la ética, muchos otros practican o aceptan lo contrario, anestesiados por la normalización de la decadencia. Esta realidad no es solo un problema político o económico, sino un reflejo de la sociedad de la que cada uno forma parte y a la vez es agente.
Si la corrupción es en sí un acto gravísimo, aún más grave es la forma en que la sociedad la acepta, la justifica o, peor aún, se acostumbra a su existencia como si fuera algo inevitable. La dignidad humana no se pierde únicamente cuando se cometen actos indignos, sino también cuando nos volvemos indiferentes al daño que provocan. Y ese daño no es solo institucional o financiero: es una herida abierta en la propia esencia de lo que significa vivir en sociedad. ¿No estaremos, con nuestra pasividad, contribuyendo a la erosión silenciosa de los pilares que deberían sostener nuestro futuro?
El mundo no atraviesa solo una crisis económica o política, sino una crisis de valores. Y esta crisis tiene un precio, no solo para nuestra generación, sino para todas las que vendrán. ¿Qué legado queremos dejar? ¿Qué tipo de sociedad queremos construir? Mientras haya quienes resistan, quienes luchen y quienes no acepten la degradación de la dignidad humana, aún hay esperanza. Pero esa esperanza exige compromiso. Exige que miremos hacia dentro y reconozcamos que cada elección, cada omisión y cada acto tienen un peso que trasciende nuestra existencia individual. ¿Qué humanidad queremos ser?