En estos tiempos paradójicos en los que los ejércitos más poderosos del planeta exterminan a poblaciones famélicas e indefensas con el vano argumento de defenderse porque su religión lo prescribe (o eso ponen como excusa: dios me arma), los países miden su preeminencia en función de la deuda que pueden acumular y los fabricantes de armas dictan cuánto les tenemos que comprar para prepararnos para la paz, no deja de sorprenderme la campaña de odio al emigrante desatada en Europa y Norteamérica contra las personas que, huyendo del hambre y los conflictos, vienen a trabajar a una sociedad con un claro declive demográfico que les reserva unos empleos mayormente rechazados por los autóctonos.
Resulta llamativo el interés de Dólar Trump en deportar a cualquier no-blanco que encuentre la policía por la calle, en su domicilio o incluso en el centro de trabajo, dando por supuesto que, debido a su color de piel, es un delincuente peligroso. Precisamente un país que se ha constituido por emigrantes, llegados mayoritariamente de Europa, pero también como mano de obra esclava de África y de casi la totalidad del resto de países del mundo en sus (escasos) doscientos cincuenta años de historia. Libre trasiego de capitales y mercancías pero no de humanos.
Nuestro país no es una excepción: se organizan patrullas ciudadanas para linchar indiscriminadamente a cuantos emigrantes encuentran a su paso, incluso a aquellos que se manifiestan en contra de algún delito cometido por un paisano con el que no tienen en común más que su origen étnico. Y dado que el miedo es libre y siempre se ha utilizado para manipular a la gente con poco criterio, se magnifican los casos aislados con el fin de ampliar la base electoral de quienes sólo propugnan el odio como bandera. Ahora que la estética ha sustituido a la ética les exigimos a las personas que vienen en una situación de marginalidad, indigencia y desesperación un comportamiento moral y una honradez intachables, obviando el porcentaje de personajes asociales y delictivos presentes en todos los grupos humanos.
Pero, claro, para aquellos que se sienten perjudicados por una sociedad que esquilma los salarios, permite que el precio de la vivienda se dispare hasta cotas inalcanzables para una gran parte de los ciudadanos y fomenta la corrupción de sus administradores, es más fácil arremeter contra el desgraciado que está peor que ellos que enfrentarse a los que verdaderamente son responsables de su situación.
En Torres de la Alameda algunos jóvenes (españoles) llevan años divirtiéndose a base de golpear a un indigente y su madre, vecinos de la localidad, lanzándole botellas y dándole fuego a su miserable domicilio. Busquemos pues un indigente que rociar con lejía y apalear en grupo para sentirnos reconfortados y pensar que hemos contribuido a mejorar nuestra sociedad.