Ya me imagino que ninguna niña o niño en su sano juicio estará leyendo esta columna, pero, por si acaso, le he puesto límite de edad. Ocho años ¿está bien? ¿A qué edad empiezan a olerse la tostada y a espiar por armarios y trasteros en busca de los regalos navideños? Y ¿cuándo comienzan a disimular porque se huelen la tostada y barruntan que si dicen que saben la verdad, desaparecerá el chollo de los regalos?

Y hablando de este tema, sigo sin entender por qué todos los años en estas fechas los juguetes estrella se agotan sin remedio en todas las tiendas y un montón de fervorosos consumidores se quedan, nos quedamos, con un palmo de narices. Está claro que los jugueteros hacen su agosto en diciembre, pero es extraño que no prevean con más precisión la demanda del público cuando son ellos mismos los que dirigen los gustos y crean las necesidades a través de la publicidad. Están dejando de ganar dinero.

Otra cuestión que también me extraña es que las grandes marcas no se "apunten" a la divulgación de valores tan importantes hoy en día como el ecologismo, la sostenibilidad, la cooperación ? No he visto ningún superhéroe Reciclator, ninguna Nancy cooperante, ni el barco Rainbow Warrior, donde los intrépidos ecologistas de Greenpeace viven mil y una aventuras. Tampoco me consta que los barriguitas reciclen el aceite de cocina o que el coche de Hello Kitty sea biodiésel, o que su casita de chocolate tenga placas solares? Lo más cercano a la naturaleza que he visto ha sido la Barbie veterinaria.

Hay que renovarse. Y ya puestos pediría también que el Olentzero de Pamplona fuese de carne y hueso, como en otros lugares. Sería mucho más cálido y cercano que el muñecote de todos los años. Algunos lo defienden porque es lo tradicional. Pero las tradiciones, al fin y al cabo, las hacen los que viven en un momento determinado en un lugar concreto. Cambian y fluyen como la vida misma. De hecho, antes de 1956 lo tradicional en Pamplona es que no hubiera Olentzero.