Tras los balcones, abiertos de par en par, se oía el fulgor de algunas pasiones que el invierno había adormecido. La tierra olía a hierbabuena y el sol de las mañanas maceraba los cuerpos de los obreros en camiseta que aún se veían en las obras.
Algunos ancianos de cuerpo mortificado y mirada invertebrada dormitaban a la sombra de los tilos en busca de la última redención. Es verano, un tiempo suspendido en la inmensidad de la nada por hacer. No importa que cartera tengas; ahora puedes leer cualquier poema de Brines mientras preparas unos pimientos asados. Si es así, vierte sobre ellos, entre verso y verso, un chorro de aceite de oliva de Lerín y deja que todo te estalle en el alma. Un relámpago inesperado te liberará de esta oscuridad.
En este tiempo, algunas reinas de Saba pasean desafiantes por las calles su belleza de ébano mostrando sin piedad un cuerpo inabordable. Es tiempo ya de fiestas, de santos y patronas. Y una multitud amparada en la tradición goza de barra libre para descuartizar toros, gansos y cabras blindados por el valor de la costumbre.
Llega el 6 de julio y en esta ciudad la gente se siente transportada por un carro de fuego en busca de un horizonte enrojecido, como el corazón de una sandia. Si decides abrirla estallará en tus manos la exaltación de una amistad jubilosa que durante el año el orgullo y la pereza han decapitado.
Es verano. Entre baño y baño, el salitre marcará en tu cuerpo la resaca de la eternidad y la señal inquebrantable de una quietud fulgurante. Porque cada día de esta estación es una descarga de inmortalidad. La madurez solo consiste en secarnos con la dignidad de un patanegra. Voy a pedirme una ración de berberechos.