Migueltxo tenía 44 años y era encofrador. Estaba separado y tenía dos hijos de cinco y siete años. Llevaba en paro cinco años y había llegado a la conclusión de que la vida era como un tejido que se vuelve del revés. Como un sacrificio mal cicatrizado. Había llamado a todas las puertas, tocado todos los timbres. Pero nunca era el elegido. Cobraba del INEM un subsidio mínimo disciplinario y algo de Bienestar Social. Migueltxo vivía con un agujero negro en el diafragma y había hecho de cada lágrima una sepultura. Le costó decidirse. Pero esa mañana oscura, bajo un cielo plomizo que vomitaba agua sin piedad, se encaramó a la azotea del edificio más alto de la ciudad. Se subió a la valla. Suspendido en la nada miró hacia abajo y pensó que se necesitaba mucha inteligencia para distinguir entre el escándalo y el exhibicionismo. Él no era ni una cosa ni otra. Se acordó de sus hijos. Y pensó que la cobardía es el mejor método para llegar a la vejez. De repente, la luz se apagó. Ya no percibía los colores y tampoco sentía la fibra donde se asienta la esperanza. Su cuerpo ya no estaba con él. Miró hacia el cielo y vio que los ángeles jadeaban; entonces inspiró aire y se lanzó en picado en busca de los ochenta metros que lo separaban del gran relámpago que cruza la oscuridad. A medida que su cuerpo iba rompiendo el vacío, oía voces: todo el mundo, desde el INEM a los Servicios Sociales, pasando por su familia, le culpabilizaban de su situación. Su cuerpo seguía cayendo en busca de una inmortalidad redentora. Justo a dos metros del golpe final se frenó suspendido en el aire. Cuando abrió los ojos solo vio a sus hijos sonrientes. Había superado aquel asalto.