Hay un momento crucial en la vida: una voz te indica que ya no vale la pena fingir. Si no la oyes, te harás enteramente responsable de tu mentira. La presidenta Barcina no está en ese momento vital. Más bien pareciera sentirse cómoda en la mentira bastarda que, lejos de asumir, escupe contra todo lo que le incomoda. En el estado de la nación navarra, aburrido hasta la saciedad, la presidenta rehusó someterse siquiera un instante al polígrafo de la verdad. Haciendo gala de su terminal vanidad, se enrocó en su papel de víctima. Sabedora que la víctima tiene un enorme poder de dominación, intentó defenderse como pudo: utilizando su habitual estado de gracia, ese que usa con dureza para cuidar su amor propio. Pura ficción de saldo. De todas formas, en la sesión parlamentaria, nadie provocó que su músculo de la vergüenza se agitara. Todos merodearon alrededor de la mierda en que andamos metidos. Pero la presidenta en ese territorio se maneja. En el territorio del disfraz y la comedia, de la desfachatez, la ambición y el sarcasmo; en el festín de las hienas. Porque el poder ya ha legitimado ese discurso, el de los encantadores de serpientes que dicen que mientras dura la danza no hay que temer a la picadura.
Por otro lado, servidor echa en falta imaginación en la oposición para desmontar el argumentario cansino de la presidenta, y también discursos más audaces y atrevidos más allá del juego de pelota de ida y vuelta.
En fin, la presidenta sabe que esto se acaba. Y asume vivir este final de legislatura con el peso de sus traiciones, como el sepulturero convive entre cadáveres sin reparar en su presencia. Por eso, cada día está más convencida de que el cinismo de la soledad extrema es un calvario que se soporta con altas dosis de insolencia.