Hace no mucho vi por primera vez a una persona atendiendo a dos teléfonos móviles a la vez. Ni siquiera estaba sentada. Iba caminando por la calle. Llevaba un móvil en cada mano y los iba atendiendo alternativamente cambiando la mirada de uno a otro cada pocos segundos, sin necesidad de detenerse para teclear. Ya hay más móviles activos que personas vivas en el mundo. Lo que quiere decir que existe una élite que tiene dos móviles (o más). Cuando vemos a la gente ensimismada ante sus pantallas, tendemos a imaginar que están atendiendo a algún tipo de información interesante. Un estudio reciente, sin embargo, demuestra que el 79% de las notificaciones que se reciben en el móvil son “completamente irrelevantes”. Es estúpido subestimar los servicios que hoy en día proporciona un smartphone, pero hay algo alarmante en la dependencia que se genera con el uso irracional. Acabo de leer también que por primera vez el promedio de tiempo diario que los usuarios dedicamos al móvil (177 minutos) ha superado ya el tiempo que pasamos ante el televisor (168 minutos). Y que el 74% dedica más atención al móvil que a hablar con su pareja. Los datos, como ocurre siempre con las estadísticas, se prestan a interpretaciones diversas y todo lo irónicas que se quiera, pero emiten un resplandor inquietante. El triunfo de un producto comercial consiste en convertirlo en fetiche y conseguir que la gente lo use innecesaria y obsesivamente. Y ya lo han conseguido. Por eso, el teléfono se está convirtiendo, si no lo ha hecho ya, en un eficaz dispositivo de presión y control social (y laboral). Todo lo que miras, escribes o hablas se graba. El móvil en el bolsillo supone que uno está vigilado y localizable en todo momento. Y a medida que eso se extiende, va generalizándose la idea de que todo el mundo tiene el deber estar localizable y disponible las 24 horas del día. Lo que en mi opinión anuncia un mundo de pesadilla.