Esperé que nevara el sábado, pero no. La pobre becaria del telediario en un pueblo de montaña al anochecer, bajo una farola para filmar en directo cómo caían los copos. Luego recoge y vuelve. ¿No hay una histeria meteorológica en las televisiones? Abren los informativos con una entonación alarmante porque a mediados de enero ha nevado en el Pirineo. Acercan los micrófonos a la gente buscando el comentario del más ingenuo o el desatino del más excitable. Se supone que en invierno hace frío, ¿a qué viene tanta exageración? Hemos creado una sociedad obsesionada por las alertas, las alarmas, las previsiones de riesgos, las consignas públicas, las instrucciones que hay que obedecer, los riesgos que hay que eludir, las molestias que será necesario soportar. Uno no puede evitar tener la sensación de estar siendo constantemente tratado como un menor de edad. De hecho, no dejan de decirnos que tengamos cuidado. Que hay peligro. Por lo que sea. El consumo de alcohol es peligroso. Pero también los rayos del sol son peligrosos. Y el agua del mar. Salir de casa es peligroso. Pero también es peligroso quedarse en la casa y respirar su aire cargado, ya que al parecer hasta el polvo que se acumula en las estanterías y sobre nuestras alfombras puede contener miles de componentes altamente tóxicos e incluso cancerígenos. Nos dicen que nos hidratemos en verano y que nos abriguemos en invierno, ¿es necesario? Nos abruman con el exceso de alarmas. No sé si lo hacen intencionadamente, pensando que siempre es más fácil gobernar a una sociedad acobardada y pueril (quizá no, quizá esté siendo demasiado suspicaz, una vez más), pero lo malo de fomentar el infantilismo de la sociedad es que se favorece la propagación de la perniciosa bacteria de la irresponsabilidad. Y al final todo el mundo aprende el modo de encontrar a quien echarle la culpa de sus errores y torpezas.