Hoy no sabía qué escribir. Porque a veces se me ocurren cosas y otras, no. O porque la muerte de Gabriel ha sido un mazazo y el tratamiento por parte de ciertos programas, un asco. Y nos ha recordado todas las otras muertes, la de Aylan y las de miles de niños en las que no nos detenemos ni una milésima parte. Es duro aceptar que El Mal forma parte de la materia prima de la que está hecho cada día, creo que nadie venimos preparados de serie para integrar los comportamientos que sólo persiguen generar dolor. En mi caso, cuando no encuentro ningún sentido a los horrores, intento aferrarme a lo que me alimenta. A mi hijo, a mi pareja, mis padres, mi familia y mis amigos, a mi trabajo. Consciente de que soy una tipa afortunada, por contar con todo eso y además, por vivir en un punto del planeta tremendamente privilegiado. Por poder recorrer la ciudad en bici, ir al mercado de vez en cuando, tomar unos vinos en la calle tranquilamente, conocer personas nuevas que siempre te enseñan algo. Por seguir encontrando motivos para sonreír y para reírme. Pero todo eso no provoca ceguera. A veces la realidad se pone fuerte, te empuja y te hunde. Cuando descubrí que el Alzheimer había entrado en casa, mi optimismo natural se escondió en el cuarto oscuro de las herramientas. Y su lugar lo ocuparon el dolor, la rabia y la impotencia salvajes. Y después la certeza de que lo que tienes en cada momento, sin ser lo mejor, sí es lo mejor que vas a tener. Así que ese optimismo que también peca de sobreactuar volvió y recuperó su sitio. Siempre vuelve. Es tenaz, el cabrón. Cinturón negro en autodefensa. Porque cada día un accidente, una guerra o una injusticia nos arrolla, nos envilece, o nos desarma. Pero luego está lo que merece la pena.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
