Un quitanieves amarillo rasura con sus cuchillas la pelusa blanca de una carretera de montaña guipuzcoana. En un plano cenital se le ve caracolear cuesta arriba dejando a su paso una serpiente de brea grisácea entre los pinares. Hasta que llega a la cima del puerto, mete segunda y emplea toda su pericia para apurar un caserío sin rozarlo. La cuchilla pasa a cinco centímetros de la piedra lanzando un aluvión blanco a las ventanas. Unos pasos rápidos sobre la nieve y tras la otra esquina del caserío aparece un hombre con una escopeta. Se clava delante de las hojas afiladas y apunta al conductor con el cañón doble a la cara. Podría ser la secuencia inicial de otro Fargo. Es lo que me contó un chófer de estas máquinas un día de nevadas repentinas como las últimas. El cashero, harto de que le lanzaran nieve a los ojos cada vez que se cerraba el puerto, sacó su arma para defenderse. En el New York Times esta semana mostraban el trabajo de un fotógrafo que ha recorrido Estados Unidos congelando imágenes de niños y adolescentes que posan con sus fusiles. Son los hijos de una cultura tan interiorizada por su sociedad como por la nuestra las comidas con sobremesa. Los futuros Charltons de la Asociación del Rifle nos miran satisfechos, sonrientes, retadores o altivos desde una mañana de sábado y campo de tiro con su padre. Algunos han conseguido afinar la puntería y ya se ven compitiendo en el concurso comarcal. El padre no sale en las fotos, pero se le intuye pleno. Como al que ve en su hijo al futuro Messi o a una Muguruza porque no se le cae al suelo la pala de ping pong. Todo es cultural. Aunque a mí el pensamiento “tengo la escopeta para que no pase nada” me parece algo antitético, tan contradictorio como un oxímoron. Como muerto viviente o lavado en seco.