¿Cuando te mueres ya no hablas? No, cariño. Cierras los ojos? y descansas. Y luego te despiertas. No, ya no te despiertas más, mi amor. Los niños, que en su infinita transparencia mantienen la intuición primera como un radar recién estrenado, perciben cada onda sísmica que emana de nuestro estado de ánimo. Aunque la silenciemos. Anoche me preguntó esto mientras cenábamos. No sé por qué, nadie habíamos nombrado la muerte. Dio igual, sin llamarla había llegado el día anterior. Llevaba semanas cercando a mi amigo. En la preciosa película de Isabel Coixet Mi vida sin mí a la protagonista veinteañera le comunicaban lo poco que le quedaba de vida, y lo aprovechaba para hacer todo aquello que siempre deseó pero nunca hizo. Mi amigo no ha podido, porque cuando le dijeron que quizá un par de meses, ingresó en un centro y enseguida fue notando que las cosas empezaban a fallar. “¿Quieres que te cuente lo que me pasa? Ya no veo por los lados, sólo lo que tengo enfrente”. Y también se le estaban borrando las palabras, y explicar que quieres un zumo de la cafetería cuando ya no existen “zumo” ni “cafetería” es muy difícil. Es frustrante y agotador. Durísimo, verlo. Terrible, ser consciente de ello como él lo ha sido. Mi amigo valiente ha dejado de hablar. De afilar su ingenio y sus respuestas rápidas, de disparar con su ironía balas cargadas de referencias cinematográficas o literarias. En el hospital me pidió que no volviera. Claro que voy a volver, pero no por ti, sino por mí, porque soy una egoísta. Entonces le llamaron al móvil y sonó la marcha imperial de Star Wars. Era la despedida, y lo supe, con ese resto de intuición infantil que nos queda, pero hice como que no. Que estés bien donde estés, que puedas ver miles de películas y comentarlas con alguien que sea tan buena gente como tú. Un abrazo inmenso, Caba.