Sóplame
Primero persona. Después mujer. A ratos animal. Eso es lo que soy. Y cuando arremeto contra comportamientos atávicos como son golpear, insultar y humillar a tu pareja, apartar cada mes a una adolescente de su familia durante la regla, mutilar sexualmente a una niña, abortar al descubrir que el género del bebé que llevas dentro es femenino, o cuando critico actitudes incomprensibles como pagar menos a alguien por desempeñar igual trabajo con exacta capacidad o torpedear su acceso a las cúpulas directivas si es mujer? y así toda la columna, no lo hago por solidaridad con mis compañeras. Para mí es pura cuestión de derechos humanos. Por eso también rechazo que se forme a una criatura en el manejo de un AK-47 o que un chaval malcriado en el sentido más literal del término haga desear el suicidio a otro. Creo que todo forma parte de lo mismo. Algún escalón más abajo se encontraría el hombre que ya no puede piropear a una mujer con mediana elegancia e ingenio sin incurrir prácticamente en delito. Por eso cuando leí esta semana el penúltimo capítulo de la guerra de sexos se me han arqueado las cejas hasta la nuca. ¿El nuevo campo de batalla? La oficina. ¿El detonante? El cíclico conflicto que alienta el aire acondicionado desde que la Humanidad inventó esa máquina que nos sopla al cuello. Casi siempre directa a la garganta. La aspirante a candidata demócrata a gobernadora de Nueva York Cynthia Nixon, que en su papel de Miranda Hobbes en Sexo en NY me caía muy bien, ha levantado la antorcha de la libertad para elegir temperatura. Considera machista la refrigeración excesiva de las oficinas, porque el organismo de la mujer, por cuestión metabólica, necesita 3 °C más que el del hombre para encontrarse bien. Así que poner el aire con alegría nos ataca. Miranda, tú sabes que hay otras batallas.