Hace cuatro años, en verano de 2014, Neil Young se separó de su mujer, Pegi, con la que llevaba casado 36 años. Más o menos a la vez que eso sucedía, yo me estaba leyendo sus memorias, El sueño de un hippie, editadas en marzo de ese 2014. El libro es espléndido -De joven jamás soñé con esto. Soñé con colores y que me caía, entre otras cosas, es el prólogo, maravilloso- y está dedicado al hijo de Neil y Pegi, Ben Young, que tiene parálisis cerebral. También está dedicado a su esposa y su otro hijo, Zeke -hijo de una relación anterior- y su hija Amber, con Pegi. Zeke tiene también parálisis cerebral y Amber tiene epilepsia. No hay relación genética entre los tres casos ni causas hereditarias, es una de esas coincidencias astrales -negativas, claro-, que se dan en la vida. El caso es que, como millones de personas, amo a Neil Young y a su música hace mucho, desde Harvest Moon (1992) en la adolescencia, y cuando leí el libro amé a Pegi y lo que de ella contaba Young, incluyendo el festival benéfico para niños con parálisis cerebral que ambos impulsaron y a, por supuesto, su imagen de mujer omnipresente en la vida de Young y madre de esas criaturas. Solo imaginar dolores así hace valorar la sonrisa de las personas que los soportan. Pegi, una buena cantante por sí misma, no dijo nada de la separación, en la que al parecer tuvo todo que ver que Young hubiese comenzado una relación con la famosísima Daryl Hannah. Obviamente, ni idea de los motivos reales, ni de si en esto hay buena y malos o al revés o nada de eso, pero reconozco que cuando me enteré me cagué en Young y en Hannah. Imagino que es un resorte normal cuando le has cogido cariño a alguien, aunque igual Pegi dio un bote de alegría. Ni idea. Pegi murió la semana pasada, a los 66 años, de cáncer, y me acordé de las millones de Pegis que hay en el mundo, saltando obstáculos que derrumbarían al 99% de los héroes.