El viernes, cuatro alpinistas ruso-kazajo-kirguís dejaron la tienda en la que habían dormido a 7.400 metros de altura en el K2 y comenzaron a descender, sitiados por la falta de visibilidad y el mal tiempo cuando su intención inicial era ir hacia arriba para poner el campo 4 lo más cerca posible de 8.000 para un asalto a la cumbre -8.611 metros-. Bajaron, llegaron hasta el campo 1 y ayer hasta el campo base, mientras otros compañeros de expedición desmontaban los campos intermedios y los líderes del intento daban por concluida la aventura, vistas las previsiones, el estado de la montaña y de los montañeros y el riesgo a asumir. En paralelo, Alex Txikon abandonaba el Nanga Parbat tras localizar los cuerpos de Nardi y Ballard y aunque regrese al K2 -de donde partió para su maravilloso intento de búsqueda- es poco menos que una utopía que pueda subir a la cumbre antes de que el día 20 finalice el invierno astronómico, puesto que su trabajo en la ruta no parece el suficiente, ni a nivel de aclimatación ni de material -necesario- transportado hacia los campos intermedios. Por tanto, el K2 seguirá siendo el único ochomil que no ha sido ascendido jamás en invierno, algo que sí ha sucedido con los 13 restantes. No sé. Hay algo en esa realidad que me gusta y hasta me fascina: quedan cosas que el hombre con toda su tecnología y conocimiento actual aún no puede alcanzar. Que una de ellas sea la cima invernal del K2, esa preciosa cúspide blanca que culmina la más perfecta y piramidal de las grandes montañas, es hermoso, porque demuestra el verdadero listón de ese gigante pakistaní y rompe con la falsa idea de que todo es ya alcanzable y que serlo o no solo depende del dinero. Sin oxígeno artificial -incluso con él-, en invierno, el K2 se sigue viendo como se veían los ochomiles antes de 1950. Como un bello y loco sueño plagado de incertidumbre y misterio.