Llevan varios días abiertas las piscinas al aire libre a las que suelo ir. Imagino que habrán sido días en los que los pingüinos y las focas árticas habrán tenido espacio más que suficiente para jugar y holgazanear e incluso, en momentos de apuro, para romper la capa de hielo en busca de alimento. Suele ocurrir de manera habitual y reiterada: cuando abren las piscinas coinciden unos cuantos días de glaciación. El lunes, por ejemplo, tuvimos en Pamplona 12 grados de media, una temperatura de abril, y ayer más de lo mismo, con ese viento molestísimo cercano a los 15-20 kilómetros por hora. Vientos de Levante con temperaturas de abril a mitades casi de junio, esos días en los que más tarde oscurece del año y en los que para estar en la calle a las 8 de la tarde hace falta abrigo, gorro y casi guantes. Comentaba una conocida el otro día en Twitter que se está planteando seriamente emigrar a medio plazo. Yo no lo descarto, la verdad. Mi rival y el enano no sé qué opinarán, pero comienza a ser erosivo que cuando no es agua a mansalva como el año pasado lo sean las bajísimas temperaturas y el viento. Sé bien que vivimos donde vivimos y que si la temperatura media anual es de 13 grados y la de Málaga de 20 pues hacía allí es a donde hay que tender, pero el problema es que cada año tengo la sensación que el periodo en el que podemos andar por la calle con camiseta y punto es más corto. Estamos a 12 de junio y tuvimos 4 días a final de mayo, sí, pero fueron 4 puñeteros días, que además cayeron como una bomba porque veníamos de, eso, 15 grados, y de golpe 30 es como tres bofetadas. Veo las previsiones y dicen que desde mañana hace calor y entra el buen tiempo. Eso espero, porque septiembre llega en nada y otra vez los pingüinos, y el cambio de hora y el túnel y la cueva. Venga, coño, basta ya la con la broma. Ya que no hay pactos por lo menos algo de calor y alegría.