onfiaba en las vacunas. Tenía una fe ciega en ellas. Pero, como es el sino de mi vida, eso también me va a salir mal. Recuerdo que, cuando me fui del colegio, al año siguiente comenzaron a dar fiesta los miércoles por la tarde. Y pusieron dobles ventanas. Todo así. No hacen falta grandes desgracias, bastan con las pequeñas. Ahora, por edad, me va a tocar la de AstraZeneca. Yo quería las de Pziffer o Moderna. Por lo del ARN mensajero. Me van a poner, en cambio, unas vacunas con un adenovirus causante de resfriados en chimpancés, modificado para que no se replique en humanos. Yo creo que de eso ya tengo dentro, un mono acatarrao. Mi madre se pegó toda mi infancia y adolescencia gritándome ¡No hagas tanto el mico! Quería la de ARN mensajero. Quienes tienen miedo de esto porque creen que eso modificará su genoma desconocen que ese ARN mensajero artificial desaparece en horas y que además ARN y ADN no se cruzan, pero, aún con eso, no sé qué clase de personas serán. Serán de esas que están encantadas de conocerse. O súper satisfechas de sí mismas. A mi un cambio de genoma en cambio me vendría de puta madre. Suele ser complejo cambiar de sexo, de ciudad, de trabajo, de pareja, ni te cuento de familia, imposible de equipo de fútbol. Y de manías, pensamientos circulares, rarezas, defectos. ¿Qué necesidad hay de estar toda la vida aguantando siempre al mismo ser humano que se ve en el espejo? No significa esto que no haya partes de uno mismo que no te agraden, claro, pero ¿un poco de rock and roll? Yo confiaba en eso, en que me chutaran y además de pillar cobertura en el pueblo -estamos entre montes y llega todo fatal- pues que se introdujesen cambios en mi mismidad. Ni siquiera pido mejorar, cambio defectos por defectos, pero al menos variar. Yo creo que esa es la gran tragedia de la vida, aunque se suele vender como un triunfo: siempre fue el mismo. Vaya pesadez.