A la gente, lo que le gusta de verdad, son las croquetas. El sábado por la mañana. O el domingo. En realidad, no importa el día: todos valen, también los laborables. A veces, los laborables son los mejores. A mí, de hecho, me encantan los miércoles. Pero ¡cómo come croquetas la gente! Os habéis fijado, ¿no? Es una maravilla. En el aperitivo o cuando sea. La cuestión es tomar algo: una cerveza, un martini, ¿qué más da? Y una croqueta. ¿De qué? De jamón. O de hongos. La vida es una ración de croquetas y poco más. La vida es lo que ocurre mientras tanto en torno a eso. La gente habla de otro modo con su croqueta en la mano (si no está congelada por dentro, claro). Porque la gente, cuando tiene una croqueta en la mano, se siente más ella misma: habla con alegría, le da igual todo. No hace falta ser rico. Las croquetas en el aperitivo representan la felicidad al alcance de cualquiera. Puedes decir casi cualquier cosa, te lo perdonan todo mientras están ahí, con su croqueta de chistorra o de pimiento, dale que te pego. ¿Por qué? Pues porque están bien. En contra de lo que parece ser una dudosa opinión general, estoy convencido de que la mayoría de la gente se las apaña para ser feliz. A ratos, cuando menos. Y tengo la teoría de que las croquetas de los aperitivos juegan un papel esencial a ese respecto. No solo eso: también constituyen un factor de cohesión social y confianza en el futuro que en mi opinión debería protegerse. Salvemos las croquetas, lo digo en serio. Estamos ahí, alguien pregunta, ¿quién va a salir, Maya o Asiron, Chivite o Esparza? Y da igual. Nadie sabe lo que va a pasar: cabecean, tuercen el morro, se encogen de hombros, alguien hace un chiste y todos ríen con su croqueta. Hay una vida más acá de la política y la gente necesita ser feliz en ella, aunque sea un poco. ¿Qué le diría yo a un alcalde? Le diría que cuidara las cosas que importan. Sencillamente eso.