la postpolítica es el triunfo del simulacro, decíamos ayer. Uno no sabe muy bien qué va en serio y qué no. O si debería preocuparse mucho o poco. Quizá nadie lo sabe. Quizá ese no saber sea lo más característico ahora. Yo, en todo caso, veo una tendencia al alarido que no veía antes. Y no me gusta. Por otro lado, ahí está la ficción, claro: la fantasía que colorea la vida. He oído decir que el procés tuvo un alto componente fantástico desde su origen. Y me lo creo. Somos criaturas anhelantes, nos alimentamos de ficción. ¿Habéis visto Joker? ¡Cuidado con las películas! Siempre estamos viendo películas. Todos somos payasos, se lee en la última escena. Las películas y la televisión nos ayudan a soñar, vale, pero sobre todo nos enseñan cómo somos. En una reciente entrevista, Fernando Trueba y Woody Allen se detienen a comentar una película de Billy Wilder titulada El gran carnaval. Es de 1951. Ambos coinciden en que es una obra maestra que se adelantó a su tiempo. Yo estoy de acuerdo: un minero queda atrapado en una galería bajo tierra y un periodista sin escrúpulos se confabula con el sheriff del lugar para demorar al máximo el rescate y alargar la expectación mediática generada en su propio beneficio. El título alude, por supuesto, al perverso circo mediático que se monta en torno al suceso. Quince años después, Guy Debord publicará La sociedad del espectáculo, cuya tesis principal aparece en la primera frase y es demoledora: Todo lo que alguna vez fue vivido de manera directa se ha convertido en una mera representación. La ficción es una levadura que lo infla todo como un souflé. Y la justicia, por supuesto, forma parte del espectáculo. Sin embargo, al final, el único criterio de realidad lo constituyen las sentencias judiciales. Y esas sí que pueden ser preocupantes. Y mucho. En todo caso, como hace poco señalaba Franco Berardi, lo verdaderamente preocupante hoy es la muerte del pensamiento crítico. Deberíamos estar de luto.