Todo inicio de año conlleva una mezcla de propósitos y expectativas que nos ayuda a mantener vigente nuestro contrato con la vida. Es curioso pero, hasta en las circunstancias más adversas, tendemos a creer que todo nos va a ir bien. No sé si es un mecanismo de defensa, pero nuestros cerebros funcionan así. Los psicólogos llaman a ese fenómeno El sesgo optimista. Podemos pensar que la economía es un desastre y que el planeta se rompe, pero eso no nos impide creer que nosotros tendremos suerte. Esta vez coincide el inicio del año con la formación de un nuevo gobierno cuyo parto ha sido agónico, pero curiosamente, a nivel colectivo, nuestro cerebro nacional está siempre oprimido por un obcecado e incorregible sesgo pesimista que data (cuando menos) de la batalla de Trafalgar, hace más de dos siglos. Naturalmente, todo el mundo vaticina una legislatura a mala cara, con una coalición precaria y una oposición iracunda. Ya ha empezado con insultos, acosos y amenazas a los parlamentarios. Sin embargo, yo confío muchísimo en la sensatez del ciudadano medio. Este no es un país fanático, ni mucho menos. Los políticos sobreactúan y hasta cierto punto es lo que esperamos de ellos. El parlamento, la sede de la soberanía popular, el órgano legislativo por excelencia, es también una caja de ruidos, un corral para la farsa, el exabrupto, el pataleo y la bronca. Y a todos nos gusta el espectáculo. Es más, no podemos vivir sin él. Los mismos políticos son conscientes de la vergüenza ajena que nos causan y estoy casi seguro de que lo lamentan. Pero supongo que no pueden evitarlo. Apelemos, como Joan Baldoví, a la educación: "Aprendan a perder", le reconvino a Casado. Difícil. Personalmente, quiero adoptar una actitud distendida ante la realidad que me rodea. Quiero apearme de toda aparatosidad, desdramatizar mis opiniones y poner, al menos, un poco de humor y si puedo poesía en mis comentarios. La crispación me resulta cada vez más aburrida.