e fascina el deporte. Televisado, naturalmente. El domingo por la noche tuve la suerte de ver perder a Djokovic en la final del US Open. Me encantó cómo lo hizo: es un grande. Lo vi con mi hija. Cuando, en los primeros compases del segundo set (después de haber perdido el primero), falló una bola, le dije: se está cabreando, ya verás cómo dentro de poco destroza una raqueta contra el suelo. Tuve suerte, no tardó nada en hacerlo. Ella me miró con signos de interrogación dorados en las pupilas. Entonces le aconsejé: intenta no ser tan previsible. Aunque es un consejo de mierda, yo siempre he logrado dar el pego y no me ha servido de nada. Pero de lo que quería hablar es del encanto que tiene perder. De hecho, ni siquiera me enteré de cómo se llamaba el ganador. A mí los que me emocionan son los que pierden. Es decir, sus caras. No hay espectáculo como el rostro humano, ya sabéis lo que pienso. En las olimpiadas, por ejemplo: qué maravilloso yacimiento de rostros perdedores, cada cual con su gracia y su matiz. El gesto del ganador es siempre más o menos igual. Pero cada perdedor lo lamenta a su manera, en función de la índole de su dolor y los recovecos del carácter. Ganar es una fantasía, pura ficción. Creerse uno un ganador es tener una mente simple. Todos perdemos. Todos somos perdedores por naturaleza, esta es la bonita noticia que os propongo hoy. Y diré algo más: hay que intentar aprender a vivir con ella y ser feliz. En un momento dado, hasta lloró. Me refiero a Djokovic. Y estuve a punto de echarme a llorar yo también. Porque creo que le entendí. Djokovic ya sabía de antemano que iba a perder. En el fondo, secretamente lo deseaba. Intentó evitarlo con todas sus fuerzas, pero era inútil. Djokovic quería perder para ser mejor: para que le quisieran más. Nunca jamás le habían ovacionado así en New York. En lo profundo de su corazón, estaba feliz, estoy seguro. Espero que él se diera cuenta, al menos.