En Chagrin Falls, un pueblo de cuatro mil almas de Ohio, uno espera que haya cataratas. Las hay. Y también un centro para personas con enfermedades mentales donde están experimentando cómo hacer del paseo algo amable cuando la ruta transcurre por el lado salvaje de la demencia. Han convertido sus pasillos en calles con farolas del siglo XIX y bancos de madera y las baldosas anodinas en alfombras mullidas que quieren ser césped. Las habitaciones no están reproducidas en serie ni se encuentran detrás de puertas neutras, sino tras porches de madera blanca y tejado voladizo y ventanas con cuarterones y plantas. En The Lantern, otro nombre tan acertado como el de este pueblo, iluminan con luz esponjosa los tramos oscuros en los que la confusión, el olvido plomizo y el vacío amurallan su reino. Y los alumbran en sentido simbólico y literal, porque uno de los horrores de los hospitales para quienes ciertamente no hemos sido tocados por el talento vocacional de la sanidad es el olor, y otro, esa luz blanca intensa e irreductible que inunda los pasillos a cualquier hora. Aquí no. Conforme cae la tarde, van sustituyendo la iluminación cenital por la de las farolas que flanquean las calles de este país de Nunca Jamás geriátrico. En algunos cruces mujeres y hombres juegan a las cartas. Otros tejen o revisan fotos. Todo es mentira, pero quizá funcione. Al residuo infantil de nuestro cerebro le encantaría transformar algunos pedazos de la vida en algo más benévolo cuando creemos que ya no podemos aprender más de ellos. O ver en la guerra política de los másteress algo con una mínima intención ejemplarizante y no el puro acto barriobajero de sacar la basura ya descompuesta y dejarla en la puerta del vecino. Con barba de cuatro días y aliento de tres noches sin entrar en casa. Quizá en Chagrin Falls.