Los dos tenemos 47 años. Él vive en Florida, yo en Bizkaia. Cada día a las 5 de la mañana le despierta un grito, “Chow time!” mientras yo sigo durmiendo. Su habitación tiene 6 m2, la mía más del doble. A él le pasan una bandeja de plástico bajo la puerta con el desayuno. Yo me lo tomo ante una ventana desde la que se ven tejados, el monte y el cielo. Él, obligatoriamente solo. Yo, acompañada. Mientras él lee transcripciones de su apelación o algún texto legal que pueda incumbirle, yo llevo a mi hijo al colegio y me voy a trabajar. Si es el día que le toca salir, dos por semana, juega a baloncesto con otros compañeros. Si no, machaca a puñetazos el colchón enrollado o levanta bolsas pesadas que ha llenado de libros y documentos, halterofilia de subsistencia para estrangular a los monstruos de la locura, siempre al acecho. Yo tecleo, hablo por teléfono, me reúno con alguien o salgo de excursión o de vermú con mis chicos, mi pareja y mi hijo, depende. Él ve a los suyos bastante menos. Hacia las cinco y media le traen la cena mientras yo sigo currando o disfrutando de un día libre, otro. Entonces le permiten ducharse. Tres días por semana. Sin esposas. Diez minutos. En ese tiempo bajo el chorro de agua puede fantasear con la idea de que somos iguales. Pero los diez minutos se acaban. Vuelve a su celda. Ve un partido o un programa y se lanza de cabeza al sueño. Su territorio inviolable. Pablo Ibar lleva 25 años repitiendo rutina en prisión. Allí le han conocido su mujer y sus hijos. Juicios plagados de irregularidades, pruebas inconsistentes, jurados contaminados, millones de dólares en abogados? Recién librado de la condena a muerte, la gran noticia es que podrá seguir muriendo poco a poco en la cárcel. Otra oportunidad para ver que hay algo en nuestra sociedad y en nuestro modelo de justicia que no funciona.