i padre disfrutaba comiendo bonito con tomate en verano, las últimas rodajas grandiosas como cortes de troncos submarinos sobre el hielo picado de la pescadería. Y anchoas rebozadas que preparaba mi madre y que en un sábado de septiembre como hoy ya habrían viajado desde otras latitudes porque las cantábricas, con sus carnes tersas y prietas, ya habrían desaparecido de las cajas de corcho blanco. En realidad disfrutaba comiendo de todo. Luego ya mi madre dejó de epatar comensales con sus platos estrella y sus guisos cotidianos y se parapetó tras un puñado de recetas sabrosas y clásicas con las que sabía que acertaría. Los rascacielos de cazuelas, coladores y sartenes que solían erigirse sobre el fregadero sufrieron su 11-S. Con el estallido del Alzheimer ocurrió también que fuimos desterrando pescados y cortes con espinas porque generaban inquietud y añadían tensión gratuita a la mesa. Nunca sabíamos muy bien si sería capaz de retirarlas o se le atravesarían en la garganta provocando uno de esos accidentes que recopilan los libros de muertes ridículas. Las merluzas a la koxkera se hicieron a un lado y por el pasillo avanzaron hasta la sartén los filetes blancos y limpios. Como los que se piden para preparar papilla a los bebés. Ahora que mi padre ya no está me escribe un investigador del Barcelona?eta Brain Research Center, el instituto de investigación de la Fundación Pasqual Maragall. Me cuenta que si nos alimentamos con atún, anchoa, salmón y sardina nos beneficiaremos de las ventajas cardiovasculares del omega-3, sí. Pero además y sobre todo acumularemos DHA, ácido docosahexaenoico. Este ácido graso, según ha comprobado en sus estudios clínicos y cognitivos, ofrece una mayor preservación cortical en las áreas del cerebro afectadas por el Alzheimer y reduce el riesgo de microhemorragias. Algo importante para retrasar el avance de la apisonadora, incluso para prevenir su llegada. Blue fish. Pescado azul. A la lista de la compra.