El Gobierno Vasco ha creado un material didáctico para explicar en las escuelas nuestro horror, y varias víctimas ya lo han rechazado. Ignoro si ahí se nublan los eventos consuetudinarios que acontecieron en la rúa o si, por el contrario, se ilumina de verdad lo que pasó en la calle. Pero sí creo que la única manera de entender esta época -me niego a decir aquella- es dar por imposible una enseñanza única de la Historia y, a cambio, empeñarnos en revelar historias. Istorio e historia no son lo mismo en euskara.

Bertold Brecht quiso saber “en qué casas de la dorada Lima vivían los constructores, adónde fueron los albañiles la noche en que se terminó la Muralla china”. De igual modo quiero saber yo si cantaba quien cocinó puré para un secuestrado, por qué Ortega Lara rezaba el Gure Aita, qué piensa un preso al imaginar a su profeta en una playa alicantina, hasta qué punto fue amor o piedad lo que mantuvo a ciertas mujeres junto a los amenazados, con qué cuerpo se acuesta quien se inventó un pedigrí sufriente y con cuál se levanta quien padeció mudo un calvario. Y me interesa oír, claro, cómo dormía y duerme quien puso electrodos. Stendhal escribía orror cuando éste era extremo, quizás porque tampoco mereciera esa hache de humanidad.

No se debe elevar la anécdota a categoría, leo, y sin embargo el espanto duró tanto porque nos embaucaron expertos en palabros esdrújulos, nos distrajeron zahoríes de teorías líquidas, nos atiborraron a hematíes, leucocitos y plaquetas ya que la sangre a secas apesta. Yo quiero que se enseñe que alguien pidió a una viuda que devolviera la bala y, sobre todo, que a esa aberración le llamaban conflicto.