spaña es un país donde equidistante se usa como insulto, háganse a la idea. Un lugar, sí, donde la falta de complejos se confunde con la nula educación, la reflexión se toma por cobardía y la militancia acogota a la duda. Piensas, luego no existes. Es, y lo parece, un ring tocado de cainismo donde no basta que alguien abandone el barco o aborte su misión. Hay que dejar claro que se le está empujando, que se le está goleando, que, aunque yazca casi exhausto, aún falta esa babosa gracieta de quien patea al caído sin soltar el cubata. Una figura en retirada, cabizbaja, una sombra camino del olvido quizás valga para el romanticismo inglés, pero entre machos ibéricos tiene poca chicha. Se prefieren el caño innecesario, el paseíllo bajo salivazos, el nocaut implacable sobre el ya derrotado. Al enemigo, ni puente de plata: que se tire al agua y nade mientras se le sigue apedreando.

Así es noticia que el tigre despida al gato cortésmente en el Parlamento, pues lo suyo, lo castizo, es que le lance mordiscos convertidos en gregarias risotadas. Se aplaude la rapidez mental del grosero, se alaba la retorcida crueldad del miserable, se celebra el ingenio sobre todo cuando sirve para aplastar al prójimo. ¡Que inventen ellos!, pero que sea la pólvora, porque en creación de ojerizas la imaginación luce aquí fertilísima. La palabra empatía nació en español al morir la dictadura, se incorporó al diccionario entrada la democracia, y ahí se ha quedado apiadándose de la compasión. Pablo Iglesias se va sin mi voto ni mi odio, qué manía con mezclarlos. Y gracias a él de nuevo hemos sabido cómo somos.