Está visto que los capítulos de El asco de nunca acabar. Una forma de vida española se suceden uno detrás de otro sin respiro, y cuando no es un donfigura su protagonista, es otro. Más que de charca de ranas, habrá que empezar a hablar de pileta de morenas feroces.

Sobre la presidenta Díaz Ayuso planea el Caso Ayuso, desde antes de su proclamación como presidenta de la Comunidad de Madrid, como si esa comunidad estuviera gafada y lastrada por los casos de las ranas famosas que acaban cantando y que en realidad, por su ferocidad, parecen morenas que devoran las presas que caen en su poza.

Asunto poco o nada claro ese del aval de 400.000 euros que no se sabe a dónde fueron a parar y de una donación inmobiliaria entre familiares que puede ser tomada como un caso de alzamiento de bienes de manual. Hablarse se ha hablado mucho, pero ponerse de verdad en claro poco, muy poco.

La reacción de la presidenta Ayuso ante las salpicaduras de la ciénaga ha sido la que cabe esperar en esta clase de casos: revolverse contra quienes la señalan y denuncian, pero no dar explicaciones convincentes de lo que si no le atañe directamente al menos le hace una incómoda sombra.

Una forma de reaccionar extraña en otros países europeos de mayor tradición democrática y que en este país de todos los demonios recuerda la pintoresca situación de la víctima de un carterista que grita “¡Al ladrón!” y este se revuelve y se querella contra el desplumado por difamación. No es lo mismo, pero la voluntad de dejar las cosas claras de nuestros políticos es prácticamente nula. Como en el caso de Cifuentes, ya casi un personaje de la farándula, que con mayúscula desvergüenza dijo que si el caso de su falso máster lo hubiese visto el Tribunal Supremo, este le habría dado carpetazo. Una afirmación asombrosa que no ha suscitado mayores comentarios. Está claro que le traicionó el inconsciente, que en su caso es mayúsculo, donde se ve anidan sus íntimas convicciones, por mucho que funja de astuta.

En otro orden de cosas, tampoco ha suscitado los comentarios que se merecía el caso de la jueza Victoria Rosell, víctima de un compló político-judicial que hasta el momento solo se ha quedado en judicial. Pero el resultado de la condena a un magistrado a seis años y seis meses de cárcel, amén de la expulsión de la carrera judicial, es por completo insólito en el panorama judicial español.

La jueza Victoria Rosell sufrió una persecución judicial acerba y por completo maliciosa por parte de un magistrado y de una prensa que hoy calla, retratándose como ese cuarto poder al servicio ideológico del gobierno de turno. A Rosell no se le perdonó que apostara por Podemos y fueron a por ella, con intención de derribarla en lo profesional como magistrada, en lo político como diputada y como ciudadana. El autor de esta felonía: el magistrado canario Santiago Alba, condenado ahora por prevaricación y falsedad en documento público, nada menos.

Cualquiera en su caso hubiese tirado la toalla, pero no, esta jueza se empeñó en una batalla legal a riesgo de tener todas las de perder si su caso se despeñaba por el barranco del corporativismo y los entramados políticos de la magistratura. Máxime si tras ella andaba el exministro Soria como querellante y con información privilegiada y falsa, y ahora esfumado? lo mismo que Marchena o el Eligio famoso, que unos días son una cosa y otros otra. ¿Qué dice ahora El Mundo que acosó con intención de derribo a Rosell? Nada. Algo ya habitual en este país. Como si nada se hubiera publicado, ni se hubiera causado daño alguno.

Gracias a lo padecido por la jueza Rosell se ha puesto de relieve -eso sí sin acompañamiento de grandes titulares- el alcance de esos entramados político-judiciales-corporativos que en cualquier otro lugar exigirían una depuración, pero no aquí donde impera no sé si el temor al naufragio del sistema o la desvergüenza como forma de vida.