hace 25 años, era habitual escuchar a Evaristo entonar, en cualquiera de sus conciertos con La Polla, aquello de “Le llaman democracia y no lo es”. Como pueden imaginarse, el cántico era jaleado por el personal con absoluto asentimiento y con los correspondientes oés. Un cuarto de siglo después ocurre, como con la gran mayoría de las letras de sus canciones, que aquella tonadilla no solo está lamentablemente vigente, sino que sus efectos van mucho más allá de nuestras fronteras.

El poder -y sobre todo quienes manejan sus hilos- siempre ha tenido muy claro dónde están los límites de nuestra atrofiada democracia. Básicamente, se reducen a permitir que los ciudadanos acudan a las urnas cada cuatro años, desde el convencimiento de que le basta con poner a funcionar todos sus resortes para mantenerse en la poltrona con gobiernos que apenas tienen el respaldo del 20% de la población. Y con un planteamiento tan sencillo como lo es gobernar solo para unos pocos y extender la apatía hacia la política para que cada vez haya más abstencionistas, a quienes sostienen las democracias occidentales les ha ido de maravilla.

El problema para ellos surge precisamente una vez que la apatía se ha transmutado en hartazgo, y la mayoría social parece decidida a confiar su destino en otros agentes distintos a los que nos han llevado a esta crisis económica y de valores. Entonces, se disparan las alarmas, se suceden las infamias y a todo aquel que se le ocurra saltarse el guión establecido se le acusa si hace falta hasta de la muerte de Manolete.

Ahora está en el ojo del huracán Grecia, a quien la Troika ya le ha mostrado el camino de salida de la UE si a los rojos del Syriza se les ocurre cometer el delito de recibir más votos que nadie en las urnas. Es solo el aperitivo de lo que nos espera. En mayo hay elecciones en Navarra, por lo que conviene ir preparándonos los oídos para lo que hemos de escuchar si a la derecha le va tan mal como parece. Al tiempo.