A medida que se acerca la trascendental cita con las urnas del día 24, surgen voceros -algunos de ellos generosamente financiados con dinero público- que alertan de las supuestas calamidades que acarrea tener atomizado el Parlamento de Navarra. Conviene no hacerles ni puñetero caso, ya que todos ellos tienen un clarificador factor en común. O son personas incrustadas en el régimen desde tiempo inmemorial o afines a él. Por lo tanto, entra dentro de lo previsible la difusión de este tipo de temores, que tratan de extender al conjunto de la sociedad, cuando lo único que les importa es que expire su continuidad en la poltrona o bajo su paraguas. Muchos de ellos pertenecen a las mismas familias o clanes beneficiarios de la dictadura y en el fondo añoran el franquismo, esas décadas de pensamiento único y en las que el poder se tenía atado y bien atado sin exposición a perderlo cada cuatro años.

La gran ventaja que tenemos los navarros ahora es que partimos de la legislatura más desastrosa de la historia de la democracia. El Gobierno de Barcina ha puesto tan bajo el nivel que resulta difícilmente imaginable que del Parlamento que elijamos dentro de ocho días pueda salir un gobierno más inútil, sectario e incompetente que el que todavía padecemos.

Los mismos que azuzan el discurso del miedo alertan de que Navarra puede ser ingobernable si se confirman las encuestas, que auguran la presencia de hasta ocho siglas distintas en la Cámara. Es lógico que esta diversidad les inquiete. Acostumbrados como están a pasar el rodillo e ignorar a la oposición, les preocupa que vaya a abrirse un nuevo juego de mayorías, que obligará a todos a gestionar con tiento, sabiduría y generosidad. Nada nuevo desde el siglo V antes de Cristo. Y es que algunos olvidan que la política es el arte de acordar entre diferentes, eso que no pasaba con Franco, que metía al trullo al disidente o directamente le enterraba en una cuneta.