Tres niñas, tres vidas
La vida de la niña Asunta se retransmite cada mañana en diferido: tocando el piano, corriendo por una calle de una ciudad de Galicia, posando para una foto en las redes sociales... Asunta lleva dos años muerta. La asesinaron. Ya hace días que comenzó el juicio en el que se trata de esclarecer el grado de culpabilidad de los padres adoptivos, únicos acusados. La pequeña de origen chino ha llenado horas de programación durante meses y la opinión pública conoce hasta el menor detalle de sus estudios, sus aficiones, su comportamiento, su temor ante algo extraño que percibía en su entorno... También datos escabrosos. De Asunta lo sabemos todo menos quién la mató.
La vida de la niña Isabel es objeto de comercio. De un negocio consentido y en ocasiones recíproco. Y a veces un espectáculo al que ni la protagonista -una niña pese a sus 19 años- ni su entorno familiar han sabido poner coto. En realidad viven de esto. A Isabel, adoptada por una artista viuda de torero, una revista le ha removido el pasado, le ha agitado el árbol genealógico y ha puesto rostro, nombre y declaraciones a su madre biológica. La niña hoy no sabe si su nombre es Isabel o Andrea Celeste, como la llama la mujer que la trajo al mundo.
La muerte de la niña Andrea ha sido debatida en juzgados y en comités de ética. Sus padres han luchado defendiendo la solicitud de un final digno para su hija, que sufre una enfermedad irreversible y que, abundan, le estaba causando un tremendo dolor a la criatura. Una demanda extensiva a muchas personas, familias y colectivos que pasan por una situación similar. La vida de Andrea era ya artificial, un drama para ella y para su entorno. Su padre y su madre tienen la tranquilidad de haber luchado hasta el final por los derechos de su hija y la certeza de que no le han fallado, que estarán al pie de su cama hasta el final. Hasta que descanse en paz. En el anonimato.