recuerdo que mi padre y yo estábamos fascinados con una escena típica de Canción triste de Hill Street, una serie policiaca de los 80: cada mañana, un juez despachaba uno tras otro los asuntos menores de la víspera -hurtos, infracciones de tráfico, posesión de drogas y demás-, a su libre albedrío, sin papeleos ni demoras inútiles, y golpe con el mazo, y que pase el siguiente, y hasta mañana Lucas. En España también debía haber alguien fascinado, porque en 2003 se implantó aquí algo parecido, y funciona bastante bien, sobre todo porque alivia la saturación habitual de la Justicia.

El problema es que también había alguien encantado con otro tipo de americanada: el jurado popular. Quizás porque hay un montón de buenas pelis del subgénero, o porque da un aire más democrático y participativo, se decidió copiar esa chufa sin darse cuenta de su escaso valor.

En las pelis americanas de juicios, invariablemente el espectador acaba sabiendo la verdad -completa, irrefutable- y, generalmente, la Justicia triunfa. Pero en la vida real la verdad casi nunca es sólida, sino líquida, y se cuela por las rendijas que dejan los pocos datos fiables, y los jurados acaban pronunciándose a favor del reo pese a claras pruebas en contra o, mucho más a menudo, se pronuncian en contra de él sin bases sólidas.

No es que tenga mucha importancia, porque casi siempre alguien recurre a una instancia superior, y acaba resolviendo el caso un juez profesional. Pero tras este espectáculo, lo que queda es la impresión de que el jurado popular existe solo porque hace bonito, aunque falle más que una escopeta de feria.

Y un dato: mientras la Justicia se queja de falta de medios, la actuación de un jurado popular -ha habido casi 6.000 actuaciones desde que se implantó en 1995- cuesta un pastón: dicen que un juicio normal ronda los 1.300 euros, mientras que con jurado popular superan los 30.000. Cuánto dinero que podría servir para mejorar el motor de la Justicia en vez de embellecer su carrocería.