el jueves, o tal vez ayer, se han cumplido 30 años de la muerte de Mikel Zabalza. Se trata, sin lugar a dudas, del episodio más escabroso de entre todas las víctimas de los excesos de la Policía. Mikel, natural de Orbaitzeta que por entonces tenía 32 años y trabajaba de conductor en San Sebastián, fue detenido por la Guardia Civil el 26 de noviembre de 1985. Nunca más volvería a ser visto con vida y nunca más se conocieron las razones de su arresto, simplemente porque no las había. Lo que sucedió entre esa fatídica fecha hasta que el 15 de diciembre apareció su cuerpo flotando en el Bidasoa es apestoso. La versión oficial defendida por el entonces responsable de Interior, José Barrionuevo, da para varias novelas y para el interesante documental que, bajo el atinado e irónico título Objetos perdidos, se encuentra en marcha para tratar de divulgar este crimen. El que fue ministro de González aseguró que el joven navarro, esposado y custodiado por tres agentes camino de un zulo que nunca existió, logró zafarse de la vigilancia y se lanzó al río, donde falleció ahogado.
La realidad es bien distinta. Solo es verdad que murió ahogado, pero por las torturas, quizá la noche del 26 al 27 de noviembre, pero de este fatal desenlace su familia no tuvo conocimiento hasta el 15 de diciembre, con el sufrimiento añadido que conlleva desconocer qué le ha pasado a un ser querido.
En estas tres décadas, ninguno de los anteriores gobiernos de Navarra se ha dignado a tener detalle alguno con sus allegados y mucho menos a equiparle en la reparación con las víctimas de la inaceptable violencia de ETA. Sí lo hizo en 2005 el Gobierno Vasco, que le reconoció como víctima del terrorismo, y sí lo ha hecho el actual Ejecutivo foral, que el pasado sábado estrenó representación institucional en el aniversario de su muerte. Lo lamentable es que haya quienes todavía hoy reconocen solo a algunas víctimas, mientras siguen tratando de buscar réditos electorales de la violencia.