Siempre me pareció algo tétrica aquella escena en la que el cura, en la tarde de Miércoles de Ceniza, dibujaba la cruz en la frente tras haber untado su dedo en una sustancia grisácea. “Polvo eres y en polvo te has de convertir...”, advertía en tono apocalíptico. Cuando tienes 7, 8, 9 años, corres por las calles libre como una cabra de monte, sueñas en colores y el futuro es solo el tiempo que conjugan con agobio y temor tus mayores; en ese momento de la infancia el anuncio de que te vas a desintegrar en la nada acojona de verdad.
Polvo eres y lo asumes con la madurez. Y son multitud los que aún en vida se pronuncian a favor de que llegada la muerte, su cuerpo sea incinerado. Una tendencia en crecimiento exponencial entre cristianos practicantes de misa dominical y cristianos de educación y afecto. Luego, esos restos o van a un columbario del cementerio, a una vitrina de la casa o, por expreso deseo del finado, son esparcidos al viento en algún lugar simbólico. Ahora, el Vaticano, en un afán revisionista que no comulga nada bien con el aperturismo impulsado por el papa Francisco, anuncia la prohibición de esparcir las cenizas de los difuntos o conservarlas en el domicilio. Y si se aventan, no habrá funeral. Entiendo que la Iglesia está en su derecho: son sus normas, están para cumplirlas y si no te gustan te haces musulmán, budista o ateo. Solo que llevar a rajatabla estos argumentos (como antes fueron las restricciones en bautizos, primeras comuniones o matrimonios) provoca una paulatina dispersión, un alejamiento de católicos de esta extrema ortodoxia que parecía desterrada.
Esta decisión me recuerda a cuando unos pocos católicos reprobaban o rechazaban las donaciones de órganos porque además de un pecado era una tara de consecuencias inimaginables llegado el día de la resurrección de los muertos. En fin, venimos del polvo y volvemos al polvo más pronto o más tarde; que más da si te guardan en un ataúd, en una urna o suspendido en el viento que va y que viene.