la inmortalidad (o no) por el módico precio de 200.000 euros. Esa es la tarifa que una empresa recientemente asentada en Valencia ha puesto al proceso de criogenización: conservar los cuerpos después de la muerte a baja temperatura para devolverlos después a la vida. La oferta tiene, de partida, tres puntos débiles; el primero, que hoy por hoy no existe un método que garantice la correcta resurrección del cadáver, aunque la ciencia sigue trabajando en ese reto y ha tenido algún éxito con especies menores; el segundo, que una vez tomada la decisión de pasar al congelador, no puede fijarse -por lo anterior- una fecha cierta de retorno; y el tercero, que la propia compañía avisa de que el proyecto puede no prosperar y el difunto, así las cosas, seguiría creando escarcha metido en una cápsula hasta que un apagón de energía provocara la caducidad inmediata del producto en conserva.
Parece muy de charlatanes de nuestro tiempo el prometer la vida eterna (o la posibilidad de hacer un alto en el camino) y vender expectativas de que cuando haya remedio científico para enfermedades hoy incurables el criogenizado podrá entonces sanar, ya sea dentro de 50 o de 100 años. Aseguran que unas trescientas personas en el mundo están congeladas en espera de que algo de eso suceda. Una esperanza que hasta el momento está más próxima a los relatos de ciencia ficción que a las certezas biológicas. Pero está claro que todo lo que tenga que ver con el mito de la eterna juventud resulta un gancho atractivo.
No sé si la ola de frío polar que nos amenaza provocará en nuestro organismo algún efecto similar a mucha menor escala, aunque me temo que generará todo lo contrario: tiritera, entumecimiento y resfriados. Pero, volviendo a la criogenización, imagínense que después de ese sueño glacial inducido vuelven a la vida y se encuentran un país gobernado por Vox con mayoría: ¡yo me quedaría helado...!