esde que en noviembre de 2018 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo dictase su contundente resolución en la que constataba que no hubo "imparcialidad" en el juicio sobre el caso Bateragune en el que fueron condenados a prisión Arnaldo Otegi, Rafa Díez Usabiaga, Miren Zabaleta, Arkaitz Rodríguez y Sonia Jacinto, el Tribunal Supremo español estaba obligado jurídicamente a anular la sentencia de la Audiencia Nacional. Han tenido que transcurrir casi veintiún meses para que el alto tribunal del Estado cumpliese con su tarea de acuerdo con la justicia. Si ya el encausamiento y las acusaciones contra los inculpados de Bateragune bajo la imputación de pertenencia a banda armada era un despropósito, el desarrollo del juicio y sus precedentes, el empecinamiento de la magistrada Ángela Murillo -pese a su manifiesta animadversión hacia Otegi que, según el TEDH, "podía ser objeto de una duda razonable" sobre su parcialidad-, la dura pena de prisión impuesta y lo seis años de cárcel que cumplieron las personas condenadas son, tras la anulación de la sentencia, la prueba palpable del descrédito de la justicia española, entregada a una politización rampante incompatible con su función. Sobre todo, porque el proceso llevado a cabo hasta esta anulación de la condena demuestra que el problema no estaba -ni lo está, como ha podido comprobarse de modo transparente en los juicios del procés contra los líderes independentistas en Catalunya- en un determinado juez más o menos "imparcial" en sus apreciaciones públicas, sino que señala a los máximos órganos de la justicia: la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, que ni se atrevieron a apartar a Murillo ni atendieron los recursos que sí estimó Estrasburgo. El tiempo transcurrido y la sordina política y mediática han permitido que un escándalo jurídico de esta naturaleza esté pasando casi desapercibido pero por el que varias personas fueron injustamente privadas de libertad. Es evidente que el Estado en su conjunto tiene una responsabilidad clara en este caso. Más allá de la "reparación en términos patrimoniales" sugerida ayer por Otegi -a la que probablemente tengan pleno derecho-, el fiasco debiera obligar a una remodelación general de los órganos de justicia, incluida la desaparición de un tribunal de excepción como la Audiencia Nacional, y su improbable despolitización.