o vale de nada, en efecto, engañarse: las cosas no van bien. Nadie, empezando por los responsables políticos y sanitarios, preveían al final del confinamiento y la desescalada esta nueva ola de la covid-19 en julio y agosto. Y eso, pese a que está muy lejos aún de los datos de marzo, abril o mayo, aumenta la sensación de desconcierto e incertidumbre. Más aún si se piensa que Navarra -como el conjunto del Estado-, tiene un gran examen este septiembre con tres asignaturas claves: el curso escolar, la atención primaria y, de nuevo, la protección de las residencias. Todo ello con el reparto pendiente de los Fondos de Reconstrucción -en plena crisis política e institucional en Madrid- y las incógnitas que se ciernen sobre la evolución socioeconómica, el empleo y los ingresos fiscales. Muchos retos y demasiado importantes para andarse con absurdas zarandajas. Quizá es esa percepción de inseguridad la que alimenta también un creciente malestar ciudadano, en buena parte originado porque la respuesta de los gobiernos, también el de Navarra, está trasladando el grueso de la responsabilidad ante el aumento de la pandemia a las ciudadanas y ciudadanos. Una especie de culpabilidad colectiva por irresponsabilidad como argumento para eludir sus propias responsabilidades. Una mezcla de medidas más coercitivas cada vez y de reproches constantes cuando los datos empeoran pese a las mismas. No creo que sea justo. En la crisis financiera de 2008 resultó que el desastre se originó porque habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Como si la especulación de los mercados, la burbuja inmobiliaria, el saqueo de las cajas de ahorro, etcétera no hubieran ocurrido nunca. Ahora, la covid-19 ha vuelto a crecer y expandirse en verano cuando no se le esperaba porque incumplimos irresponsablemente las medidas que a base de prueba y error dictan, de forma confusa y deficientemente explicada, las instituciones. Como si el crecimiento de contagios e ingresos no hubiera atropellado -de nuevo- a esas mismas instituciones. Como si las medidas no están siendo puestas en marcha ya tarde. Es un error cargar toda la prueba en los ciudadanos, como lo ha sido señalar estigmatizando a la juventud en general. No aporta nada. Sólo genera confusión, indignación, alarmismo innecesario y un miedo creciente. Todo ello es caldo de cultivo para el enfado social, el absurdo negacionista, la queja insolidaria e individualista y finalmente una puerta abierta a la ira. Un ambiente de hostilidad y descreimiento peligroso. Quizá estemos fracasando en la búsqueda de un camino común y de un encuentro intergeneracional que pueda hacer más fácil, llevadera y solidaria la superación de la pandemia. La covid-19 ha venido para seguir un tiempo que no parece corto con nosotros y la negatividad estúpidamente inútil no va a hacer que se supere antes ni mejor. Al contrario. Se trata de asumir responsabilidades individuales -mascarillas, distancia de seguridad, lavado de manos... tampoco son tantas ni tan duras de cumplir- para obtener como beneficio colectivo que la convivencia con la covid-19 tenga los menos costes humanos, sociales, laborales, sanitarios, educativos, económicos y generacionales posibles. El esfuerzo, mayor para unos, menor para otros, merece la pena por el resultado final. Mejor insistir en lo prioritario, la precaución, que abroncar infantilmente a toda la sociedad.