El martes 17 de enero a las siete de la tarde tuvo lugar la concentración de repulsa ante el asesinato machista de Blanca Esther Marqués, de Burlada, a manos de Fco. Javier Nieto. Miles de personas acudieron a la plaza para guardar cinco minutos de silencio. Cinco minutos de solidaridad y apoyo para la familia y para todas las personas que compartían trozos de su vida con ella. Cinco minutos de profunda desazón ante una vida joven arrebatada. Cinco minutos en los que nos hemos dado cuenta, una vez más, de que nos hace falta mucho para llegar a ese deseado ni una más. Cinco minutos de rabia porque Blanca es la quinta mujer muerta en 2017, a manos de otro hombre que se creía con ese derecho.

Es un problema estructural, un machismo instalado en nuestra sociedad, que considera a las mujeres por debajo de los hombres. Que día a día afirma con sus prácticas que la mitad de la población está subordinada a la otra mitad. Y el único motivo es ser mujeres. Desigualdades constantes: diferencia de salarios; falta de derechos; creer que algunos empleos los hacen mejor las mujeres pero están peor valorados; los cuidados recaen sobre las mujeres; creer que existe diferencia de capacidad entre hombres y mujeres... y como máxima expresión de esta desigualdad, las violencias contra las mujeres. Desde micromachismos, pasando por acosos, agresiones sexuales, hasta llegar al asesinato. Esta es la realidad. Según cifras oficiales, el año pasado fueron 44 mujeres en el Estado español. El CGPJ mantiene que 12.000 mujeres cada mes denuncian sufrir violencia de género. Por desgracia, son más las desconocidas que no aparecen en estas cifras. Me venía a la cabeza un lugar común con el que la gente suele reconocerse, “una vida no tiene precio”. Pero eso no es cierto: las vidas sí tienen precio. Porque mantenerlas tiene coste de tiempo y coste monetario.

¿Cuántas veces hemos escuchado que para eliminar las violencias contra las mujeres hay que dedicar esfuerzos desde la educación, realizar campañas de sensibilización para la ciudadanía, educar a toda la sociedad? Así es. No solamente es suficiente conmemorar las efemérides del 8 de marzo o el 25 de noviembre. Las instituciones debemos estar presentes en ese cambio día a día: extendiendo ese trabajo de concienciación a todos los días del año con cursos, charlas; introduciendo una serie de criterios de género en todas las políticas de las áreas de ayuntamientos, gobiernos autonómicos y estados; midiendo los impactos según género de las políticas implantadas; dando valor a los discursos que avanzan hacia la liberación de las mujeres y no dejando pasar ni un solo comentario de dominio hacia las mujeres. Como las palabras que dedicó Oscar Bermán (PP de Palafolls) a Ada Colau en las que decía que “en una sociedad seria y sana debería estar limpiando suelos”, o Eduardo Vall (PSN de Pamplona) en una comisión pública que “Geroa Bai protege a su chica”, en referencia a Uxue Barkos. Ante las quejas pidió disculpas.

Es importante realizar desde las instituciones declaraciones públicas en favor de la igualdad. Lo es porque da carta de naturaleza a un primer compromiso. Un punto de partida. Pero no es suficiente. Lo que realmente compromete no son las buenas palabras, sino los recursos humanos y económicos. No vale sólo ese de cara a la galería. Porque cuando toca poner enmiendas a los presupuestos, de donde primero nos recorta el régimen (UPN-PSN) es del III Plan de Igualdad y de la plantilla del área de Igualdad y LGTBi. Eso sí: no faltará ninguno a la foto. Es necesario un compromiso mayor que vincule presupuestariamente. Las palabras son importantes, pero hace falta pragmatismo: lo que ata son los hechos. Parece que no hay dinero. El Estado tiene a las entidades locales absolutamente estranguladas con la llamada Ley Montoro, la de estabilidad presupuestaria, la regla de gasto. Básicamente, la Administración central, a cargo del PP, nos está robando. Mientras optemos por no desobedecer, lo que nos queda es repartir lo que hay. Otra opción que estamos estudiando es revisar los impuestos que pagan los ricos para aumentar los ingresos y destinarlos a políticas para las personas. ¿No podríamos trasladar una parte del dinero destinado a limpieza de las calles y que se dedique a talleres de empoderamiento de las mujeres? ¿Estamos creando equipos de trabajo y recursos suficientes que garanticen la prevención en las políticas y que logren ese deseado Ni una menos? ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar para salvar la vida de una mujer?

Mientras cualquiera, dentro o fuera de las instituciones, se lleve las manos a la cabeza por esto, la realidad no cambiará prácticamente nada. Para poder realizar campañas de reflexión hacen falta mentes que piensen; para redactar unas buenas cláusulas sociales con perspectiva de género en los contratos, hacen falta manos que escriban. Para programar buenas charlas, talleres y programas preventivos (y no olvidemos que el presunto homicida es vecino de Pamplona) hacen falta equipos que los trabajen. Para tener unos SF en igualdad hay que articular al Ayuntamiento con las asociaciones sociales, la hostelería y la sociedad civil. Horas y cerebros. Para formar a toda la plantilla en cómo aplicar la perspectiva de género en su trabajo diario y luego coordinarla; para trabajar con los medios de comunicación en el tratamiento de las mujeres agredidas (no sólo víctimas sino también sobrevivientes) en las noticias que publican sobre violencia; para la coeducación en las escuelas infantiles.

Sólo si disponemos de partidas adecuadas y personas podremos realizar todo esto. Hay que frenar este feminicidio en marcha para evitar que el patriarcado personificado en demasiados hombres continúe matando mujeres. Como dice Javier Lorente, ¿dejaremos constancia de que “para una parte de la sociedad es más importante que los hombres mantengan sus privilegios y las circunstancias que los hacen factibles, que la vida y dignidad de millones de mujeres”? O, por el contrario, como decía una vecina después de la concentración de Burlada, ¿estaremos a la altura y seremos capaces de desmontar este terrorismo machista?

La autora es concejal de Aranzadi en el Ayuntamiento de Pamplona