El artículo 14 de nuestra Constitución consagró el principio de igualdad de los españoles ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón, entre otros, de sexo. En consecuencia, este principio prohíbe de manera directa y expresa que cualquier norma realice una discriminación entre hombres y mujeres.

La Constitución de 1978, referente jurídico, sitúa a las personas y a sus derechos en el centro de la acción pública.

En la no discriminación y en la igualdad formal ante la ley hemos avanzado muchísimo. Es cierto. Ahora bien, las reivindicaciones en el progreso que supone el reparto de las cargas familiares, los techos de cristal, la segregación laboral, la brecha salarial o los indispensables medios humanos, técnicos y materiales en la lucha contra la violencia de género, hacen imprescindible en el avance de esta igualdad formal ante la ley en una igualdad real.

Quería centrar el presente comentario sobre la cuestión de la aplicación práctica de la ley en un aspecto tan sensible y complejo como es el de la filiación. Y, ¿por qué he elegido esta cuestión merecedora de este artículo? Pues porque la mujer tiene en la misma un protagonismo absoluto y la aplicación práctica de la norma, entiendo, deja a la mujer en una situación de clara discriminación.

El nexo que quiero establecer es el de filiación y los apellidos. Más concreto. Si en la inscripción de nacimiento de los nacidos primero debe figurar el apellido paterno y segundo el materno, o viceversa, primero el apellido materno y segundo el paterno.

El artículo 109 del Código Civil dice que “La filiación determina los apellidos con arreglo a lo dispuesto en la Ley”. En consecuencia, tendremos que acudir a ver qué dispone la Ley española en materia de determinación de los apellidos y, lo más complicado, también lo más discutido, el orden de los mismos.

La legislación española en materia de apellidos se basa en la duplicidad de apellidos y en la duplicidad de líneas. Ello debiera ser un modelo a seguir. La coyuntura que existe en nuestro entorno occidental de que los nacidos tienen un solo apellido, y éste siempre es el paterno, y que la mujer casada adquiere y es conocida por el apellido de su marido, responderá al factor costumbre y de condicionantes socioculturales. Ahora bien, como elemento de igualdad y reconocimiento de la imprescindible función de la mujer, resulta absolutamente incomprensible y retrógrado.

En nuestra legislación, el principio de que cada persona ha de ser designada legalmente por dos apellidos provenientes de las líneas paterna y materna es una cuestión que se denomina como de orden público. En consecuencia, no se puede cuestionar. Si la filiación está determinada por ambas líneas, los españoles, y los extranjeros que adquieren la nacionalidad española, ostentarán dos apellidos. El materno y el paterno. Ya veremos en qué orden.

El orden de los mismos resultaba incuestionable: primer apellido es el primero del padre y segundo el primero de los personales de la madre. Fue por Ley de 1999 cuando el padre y la madre, de común acuerdo, y antes de la inscripción registral, pueden decidir el orden de transmisión de su respectivo primer apellido. Eso sí. El orden de apellidos inscrito para el mayor de los hijos regirá en las inscripciones de nacimiento posteriores de sus hermanos del mismo vínculo. Si nada dicen los padres o hay desacuerdo, rige lo dispuesto en la Ley: primero el paterno y segundo el materno.

La Ley 20/2011, del Registro Civil, prescinde de la histórica prevalencia del apellido paterno frente al materno y permite que ambos progenitores decidan el orden de los apellidos de común acuerdo. La enorme diferencia es que, si nada dicen los progenitores, o hay desacuerdo entre ellos, quien determina el orden de los apellidos será el encargado del Registro Civil atendiendo al interés del menor.

Esta es una apariencia de igualdad entre hombre y mujer. Pero, y es lo que quiero cuestionar, ¿es una igualdad real, verdadera? Entiendo que su aplicación práctica hace inviable esta aparente igualdad formal. El propio procedimiento requiere el acuerdo en el plazo máximo de 72 horas desde el nacimiento. Es en este plazo en el que se ha de hacer la elección del orden de los apellidos. ¿Están verdaderamente el padre y la madre en igualdad de condiciones físicas y psicológicas? Pensemos por un momento en un parto complicado, con cesárea, la anestesia; la madre, tras un extraordinario esfuerzo físico, se encuentra agotada, puede, incluso, estar con una depresión post-parto.

Está claro que lo que pueda decir la mujer en ese momento sí está sujeto a todo tipo de condicionantes. Los he descrito. No así el hombre.

Lo mismo podemos decir cuando haya desacuerdo o cuando no se hayan hecho constar los apellidos en la solicitud de inscripción. En este caso, el encargado del Registro Civil requiere a los progenitores por tres días para que comuniquen el orden de los apellidos. Nuevamente, la cercanía del parto, solo han transcurrido 7 días, condiciona lo que manifieste la madre por su situación física y psíquica. Y en las negociaciones entre los progenitores sobre el primer apellido del nacido se encontrará en una clara situación de desigualdad.

La costumbre pesa lo suyo, lo mismo que los condicionantes socio-culturales. Todo ello hace muy difícil que el apellido elegido en primer lugar sea el de la madre. Para colmo, aunque parezca increíble, la Administración tampoco ayuda absolutamente nada. La propia Administración, a la que le corresponde fomentar la igualdad, ni siquiera mantiene la neutralidad.

Es éste un pequeño detalle de que, en la igualdad real, que no formal, queda mucho por hacer.