No es que los humanos se transmitan sitios de generación en generación, sino, más bien, que la fuerza mítica interior de los sitios se perpetúa a través del cuerpo de los humanos.
Elizabeth A. Povinelli
Que no somos prístinos, en ninguno de los sentidos, es algo que está fuera de toda duda. El elemento puro por sí mismo suele ser algo que da relativo poco juego en la realidad. Que somos de algún modo fruto de una combinatoria, también es algo que está fuera de duda, aquí y en cualquier otro lugar del mundo, por mucho que nos empeñemos –cada vez, no obstante resultando estar menos a mano– en buscar paisajes con paisanajes exóticos en el resto de un escindido mundo hecho a nuestra imagen y a-semejanza, fundamentalmente a través de la práctica turística. Que muchas veces hemos pretendido hacer del propio paisaje en nuestra relación con el otro un exotismo de andar por casa para consumo de los demás, lo demuestra toda política arraigada en la mercadotecnia del tipismo folklórico, esa, en buena medida invención de la tradición magistralmente percibida por los historiadores, E. Hobsbawm y T. Rangers (eds.). Y que todo ello tiene su reflejo en los aconteceres del lugar, tampoco cabe estar fuera de duda. Por lo que habremos de concluir que somos un compuesto agregado con más o menos elementos de la identidad propia del lugar de asiento.
Este compuesto en modo alguno es estático sino dinámico buscando el necesario equilibrio que le dé estabilidad (la concrescencia que viéramos en Whitehead). No siendo, en ello, excepción alguna, puesto que esta ha sido la oculta aspiración de comunidades e instituciones a través de una más o menos adscrita temporalidad en cada caso y entidad. A este proceso he denominado de manera un tanto pretenciosa, homeodinámica hibridación sistémica, donde la polarización local global mantiene un marcado sesgo más cercano a la integración que a la disgregación (siendo deudor de las lecturas últimas al respecto de Philippe Descola en Más allá de naturaleza y cultura y Nada de política, por favor; Eric Hobsbawm, en Sobre la historia y La invención de la tradición; y Bruno Latour, en Nunca hemos sido modernos y Dónde aterrizar). Si bien, para las cuestiones locales, y como material de campo, tal vez hubiéramos podido utilizar los diferentes pasquines de balances y propuestas con que somos invadidos en tiempos de campaña electoral por nuestras fuerzas políticas; sobre lo pretendidamente realizado y sobre lo por realizar, aunque en el anverso de ambos casos, de lo no realizado y lo imposible de realizar, defraude comprobar como su responsabilidad es una cuestión de los o de lo demás.
Así en el caso de las fuerzas mayoritarias que han venido gobernándonos, debiendo ser cosa de las siete plagas bíblicas (obradas por la naturaleza, fundamentalmente, como desastres de la meteorología y, ante todo, de la pandemia, así como de la pesada herencia recibida que no les ha dejado hacer). Y en esto último, a fuerza de ser sinceros, el único logro del que puede presumirse, el de la liquidación de la deuda –me suena a discurso de un oximórico liberal conservadurismo– lo ha sido gracias a la homeostática de un capitalismo que reservaba a futuro activos patrimoniales adquiridos en época de bonanza para hacer frente a la previsible posterior ausencia de solvencia y liquidez. Finalmente, al parecer, hemos podido recuperar el dinero obligadamente adelantado, en nuestro caso a la administración foral, gracias al pleito ganado por la injusta imputación al pueblo del coste de una obra (rotonda de Zokorena) que lo era de su competencia. De lo cual, sinceramente, no cabe otra que alegrarnos. Al fin, somos, tal y como adelanta la prensa local, “un Ayuntamiento con deuda cero”, lo que no implica otra cosa que recuperar la capacidad a futuro de poder endeudarnos.
De su lectura se deduce, sin embargo, que lo realmente presente en todos los niveles de la política local y planos de su realidad es aquel concepto, proveniente del campo de la biología, de hibridación. Esto último tiene su especular reflejo especialmente en las muestras del urbanismo donde a duras penas se ha podido salvar algo de su antigua riqueza patrimonial, supeditada arbitrariamente a un solo condicionante y valor: el de su rentabilidad económica. De los ejemplos que se puedan dar sobre la progresiva destrucción de la memoria en este ámbito, Uharte es uno de los más preclaros exponentes de una vergonzante modernización condicionada por la interiorización de un presunto prestigio pasado ante la perentoria necesidad de dar respuesta a las demandas del presente establecida por las exigencias de ciudadanos residentes, propietarios, promotores y administración. Una mirada retrospectiva al documento fotográfico de su perfil, desde inicios del siglo pasado a fecha de hoy, lo dice todo. Por ello, Recuperando Uharte podría haber sido un lema que ayudara a facilitar una práctica que tome en consideración al pasado a través de la nueva ola constructo-creativa que se nos avecina.
Cómo hacerlo sin caer en un neófito arte de imitación, en un revivalismo kitsch, es trabajo de políticos, de técnicos y residentes a través de sus más directas responsabilidades y participación. Nuestra población, en lo que le resta, todavía puede estar a tiempo de hacerlo. Contamos con iniciativas y ejemplos del mantenimiento de parte del patrimonio existente e incluso, como recreación, de ejemplos del mismo aunque nunca hubieran existido en la forma actual, en edificaciones últimas como casa Maire y de la popularmente conocida por la de la Blanca de Shiota (del bar Mirentxu; posterior Lusarreta).
La superación de esa visión escindida en sus muestras, de nuestra realidad temporal como pueblo, pasa por asumir con naturalidad lo que son procesos constituyentes de las nuevas realidades en el que tenga cabida esa parte del pasado-futuro compatible con el futuro-recién pasado de otras iniciativas consolidadas y de prospectiva proyección. Cuestión que hace tan necesario el cultivo de una memoria, aún reinterpretada como mal menor, del pasado de la misma obligando de alguna forma a quedar anclada en la percepción futura nuestra realidad presente. Y conseguirlo, aun por aproximación, no deja de ser una responsabilidad del buen asesoramiento de los políticos y de la política representada y participada que haya de gobernar administrando, los bienes de un capital objetivo, subjetivo e intersubjetivo, que hacen del grupo una comunidad, teniendo en cuenta, al respecto, el que nuestro particular modo de entender el mundo moderno esté profundamente condicionado, al decir de Bruno Latour, por el hecho del aparentar no ser como el resto, los otros, ni como éramos antes; aunque la realidad demuestre que nada de lo anterior sea absolutamente cierto.
Autor de la ‘Encuesta Etnográfica de la Villa de Uharte’